Desde el derecho romano hasta nuestros días, la finalidad del castigo de la cárcel no era otro que evitar que el criminal pudiese reincidir. En la España de hoy estamos más preocupados por los delitos monetarios que por los de sangre. Una infracción fiscal merece más años de prisión que un asesinato. Este es el país en el que se perdona más fácilmente a un terrorista criminal que a un ciudadano que no haya pagado sus impuestos. Si esto es así, y lo es, tenemos una enfermedad social grave. Una dolencia que deberíamos curar para poder convivir con un mínimo de armonía. Aquí tiene más pena no pagar el IBI que confabularse en un golpe contra el Estado. Y si todo eso era poco, aparecen los nuevos socialistas, anclados sorprendentemente en el pasado, y piden que se multe con 500.000 euros faltas acerca del desprecio a la tendencia sexual de las personas. En Francia van más lejos, quieren sancionar el piropo. Tenían razón aquellos que nos advirtieron en el pasado: vendrán nuevos tiempos y serán peores. Tan injusto es cuando no se castiga insuficiente, como cuando se hace por exceso. Tiempos.