El otro día participé en una tertulia. El tema era “¿qué es lo que denominamos “yo?”. Sí, el tema se me ocurrió a mí y me apresuré a proponerlo antes que nadie sugiriera que debatiésemos sobre la guerra de Ucrania. Debatir sobre la guerra de Ucrania es como debatir sobre el estreñimiento. Todo el mundo tiene una opinión, pero son muy pocos (los médicos) los que tienen una opinión informada.
Lo primero que advertí en la discusión fue que estábamos divididos en dos grupos, los que creen en la trascendencia y los que no. A los que no creen en la trascendencia, la cuestión de lo que sea el “yo” les resultaba más bien indiferente. En la Antigüedad grecolatina, quienes no creían en la trascendencia, aspiraban a dejar tras de sí una fama gloriosa. Pero para aspirar a una fama gloriosa tras tu muerte, tienes que llamarte Julio César y haber cometido un genocidio en las Galias o ser Augusto y haber llegado al poder a base de ser más cabrón que todos tus rivales. La fama no es consuelo para el 99% de los mortales. Como mucho ese 99% de los mortales puede aspirar a entrar en los libros de Historia en la frase “… y la gripe española mató a veinte millones de personas en todo el mundo.” Afortunadamente mis amigos sabían que la fama es efímera (dudo mucho que el recuerdo de Julio César y de Augusto perdure más allá del momento en que el Sol engulla a la Tierra) y que algo que sólo se puede disfrutar de muerto, no vale lo que un buen solomillo con patatas. Uno de mis amigos llegó a comentar que les ha dicho a sus hijos que tiren sus cenizas en el contenedor más cercano, siempre que lo permitan las ordenanzas municipales, y que le olviden. Ser recordado no le causa un placer especial y en todo caso, no creyendo en la trascendencia, no piensa que se vaya a enterar de si le recuerdan o no.
Recordé que hay neurólogos materialistas que afirman que el sentimiento del “yo” lo produce un conjunto de neuronas alojadas en la ínsula, que enlazaría las partes del cerebro encargadas de la realización de tareas voluntarias, las que se ocupan de las emociones y la memoria, creando así la conciencia del “yo”. Esta aproximación implica que no somos más que un conjunto de neuronas especializadas, que reaccionan en función de las corrientes eléctricas y los procesos químicos que agitan el cerebro. Me llamó la atención que nadie recogió el guante y defendió esta teoría. Supongo que una visión tan reduccionista del ser humano, resultaba poco atractiva incluso a los más descreídos.
Una idea interesante es que el “yo” es lo que hacemos. No puedo saber lo que es el “yo”, pero sí que puedo ver sus acciones. La acción sería la puerta de acceso a un “yo” al que no podemos conocer de ninguna otra manera. En el fondo es lo que dice es el conductismo. El conductismo sólo se fija en las conductas del individuo, porque cree que es imposible penetrar en su interioridad. El conductismo puede obtener resultados: si sé cómo reaccionas ante un estímulo, puedo quitar, reforzar o debilitar el estímulo para obtener el comportamiento tuyo que deseo. Acaso funcione, pero hay algo empobrecedor en un planteamiento que, mal llevado, puede llevar a la manipulación del individuo. El conductismo le puede resultar más interesante a un gobierno totalitario que a un individuo que se haga la pregunta “¿quién soy “yo”?”
Alguien sugirió que el “yo” es un centro de masas que es el promedio de la posición de todas las masas de un sistema. En el sistema solar el centro de masas se encuentra en el sol, porque su masa supera con creces a la suma de todas las masas de los planetas y asteroides; de hecho, su masa representa alrededor del 99,86% de la masa del sistema solar. En cambio, si dos planetas con la misma masa girasen el uno en torno al otro, el centro de masas sería un punto intermedio entre ambos.
El “yo” sería el centro de masas de nuestras acciones, nuestras emociones, nuestros recuerdos, nuestros setimientos. El “yo” no existiría realmente. Me pareció curioso que por su cuenta mi amigo, un ingeniero que nunca ha estado en Asia, hubiese descubierto la teoría del yo de Buda. Para Buda el “yo” era una mera construcción verbal, algo que predicamos del compuesto de los cinco elementos que constituyen la persona: forma y cuerpo; sensaciones; percepción; estados mentales, que surgen como reacción a lo percibido; conciencia, que es la respuesta de la mente a los productos de la percepción, incluyendo ésta los estados mentales. Si retirásemos estos elementos, ¿seguiríamos teniendo un “yo”? La respuesta es que no; por consiguiente el “yo” no existe, porque carece de existencia intrínseca más allá de sus elementos constituyentes.
¿Y yo qué pienso que es el “yo”? Hace años que me hago la pregunta y no siento que esté más cerca de la repuesta que cuando me la planteé por primera vez. Últimamente he leído a tres autores (Krishnamurti, Alan Watts y Philip Goff) que sugieren una hipótesis intrigante. No somos más que los tentáculos que el Cosmos arroja para autoconocerse. Cada uno de nosotros no es más que una de las facetas del Cosmos, portador de una manera personal, diferente e intransferible de ver, actuar y estar en el Cosmos…
A lo mejor hubiera debido dejarles debatir sobre la guerra de Ucrania.
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