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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

“Homo sapiens” con esteroides (y 3)

Emilio de Miguel Calabiael

Parecía que sabíamos que el universo se inició con el Big Bang y resulta que no está tan claro. Creíamos que la vida comenzó con un caldo de elementos primigenio y va a ser que tampoco. Creíamos que la Tierra era un planeta normalito y tampoco ¡Menos mal que nos queda la vieja teoría darwinista de la evolución! ¡Al menos una certidumbre a la que agarrarnos! Pues va a resultar que tampoco.

La clave de la evolución es la idea de la selección natural. Aquellos individuos que presentan alguna leve ventaja adaptativa sobre sus congéneres tendrán más posibilidades de sobrevivir y de transmitir sus genes a la siguiente generación. Ante algunas críticas recibidas, Darwin reconoció el poder de la selección sexual. La cola del pavo real es un engorro para buscarse la vida, pero resulta clave para atraer a las hembras y aparearse con ellas. El resultado es que tienen más éxito reproductivo los pavos reales con mayores colas, aunque esa cosa pueda suponer una desventaja cuando le persigue un depredador.

A comienzos del siglo XX el científico ruso Peter Kropotkin realizó detalladas observaciones que le llevaron a concluir que la lucha por la supervivencia era menos común de lo que parecía y que la cooperación estaba más extendida de lo que parecía. La sociabilidad habría sido clave para el desarrollo de la inteligencia, a la que los darwinistas ven como la herramienta más poderosa para la lucha por la vida.

En la primera mitad del siglo XX, surgió el neodarwinismo, que aunó la selección natural propugnada por Charles Darwin con las teorías mendelianas sobre la herencia y la genética de poblaciones, que estudia cómo rasgos determinados pueden heredarse y acabar implantándose en una población. El neodarwinismo es la ortodoxia actual sobre la evolución biológica. Uno de los neodarwinistas más destacados es Richard Dawkins, que formuló la teoría del gen egoísta (título de uno de sus libros). Básicamente esa teoría viene a decir que los seres vivos somos poco más que receptáculos de genes y que nuestro principal impulso vital es diseminarlos todo lo posible. O sea, que una pieza de ADN sin conciencia estaría determinando las acciones de todos los seres vivos, incluidos los más inteligentes.

Cuando se observa lo que ocurre en la práctica, el neodarwinismo cae por tierra; hay demasiados hechos que no consigue explicar satisfactoriamente. Lo que es una especie y cómo delimitarlas es un terreno más pantanoso de lo que parece. Ni tan siquiera el criterio de que se considera que dos especies son diferentes si no consiguen producir progenie fértil, es tan obvio como parece. El registro fósil está muy incompleto, pero aun así lo que suele mostrar son especies que surgen, que permanecen durante largos períodos de tiempo sin apenas cambios y luego desaparecen. La evolución gradual y lineal de una especie a otra a través de formas intermedias, que postula el neodarwinismo, no se ve en el registro fósil. En palabras de Hands, que lo explica mucho mejor que yo: “… el patrón normal de las evidencias fósiles de animales es de estasis morfológica con cambios menores, y a menudo oscilantes, puntuados por la aparición geológicamente súbita (decenas de miles de años) de nuevas especies, que permanecen luego en estado básicamente invariable hasta que desaparecen del registro fósil o siguen vigentes hasta la actualidad en forma de lo que conocemos como «fósiles vivos».”

Y si hablar de la vida y la evolución ya resultaba complicado, entramos en un terreno minado cuando nos ponemos a hablar de la conciencia. Un análisis de lo que sabemos de la evolución lleva a pensar que ha habido un aumento continuo de la conciencia hasta llegar al ser humano. Hands define conciencia como “la percepción del entorno, de otros organismos y de uno mismo que incentiva a la acción”. Todos los organismos, hasta los más rudimentarios, tienen una consciencia. Lo que diferencia al hombre es que tiene una consciencia reflexiva, entendida como “la propiedad de un organismo por la que es consciente de su propia consciencia, es decir, no solo lo sabe, sino que además sabe que lo sabe.” Inferimos la existencia de esta consciencia por las preguntas existenciales que nos hacemos: ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿Qué es el universo en el que vivimos? La consciencia reflexiva está en la base de nuestras culturas.

Una consecuencia de que tengamos consciencia reflexiva es que no somos animales como los demás, hay un salto cualitativo entre el chimpancé, que es nuestro pariente más próximo, y nosotros. Jared Diamond en “El tercer chimpancé” defendía que el hombre no era más que el tercer miembro de la familia de los chimpancés a la que también pertenece el menos conocido chimpancé pigmeo de África Central. Puede, pero cuando vemos los productos de la mente humana y los del chimpancé, por mucho que queramos humanizar a éstos, la diferencia es abismal. El ser humano presenta una variedad de conductas que no tienen parangón en el reino animal.

John Hands analiza críticamente todo lo que creemos que sabemos y pone en tela de juicio mucha de la ortodoxia científica actual. Tomemos el ejemplo del Big Bang, ¿por qué si la teoría presenta tantos agujeros los científicos siguen defendiéndola y se muestran contrarios a teorías alternativas que han ido surgiendo? Pues porque hay más posibilidades de prosperar académicamente, de publicar en publicaciones académicas de prestigio y de conseguir fondos si se atienen al paradigma dominante. Nada que no ocurra en muchos otros terrenos y decepción para quienes pensasen todavía que los científicos son seres inmaculados que no tienen que pagar facturas a final de mes y a los que mueve únicamente el amor al saber.

Si uno lee a Hands y comienza a mirar las cosas con escepticismo, es que ha hecho la lectura correcta.

 

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