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En defensa de las instituciones o por qué es de mala educación asaltar el Capitolio

Emilio de Miguel Calabiael

Uno de los mayores perjuicios que Jean-Jacques Rousseau causó a la Humanidad fue convencernos de que éramos de natural buenos y era la sociedad quien nos maleaba. Resulta curiosa esta teoría, cuando no hubiera necesitado más que mirarse al espejo para descartarla. Rousseau convenció a su pareja, Theresa Le Vasseur, para que abandonasen en un orfelinato a los cinco hijos que tuvieron. Asumamos que no había espejos en la casa de Rousseau. Al menos una lectura somera del pensamiento universal, le habría convencido de que son mayoría los que piensen que los hombres nacemos capullos, cuando no malos de narices. Veamos, no dan un duro por la bondad natural del hombre Buda, Han Fei, San Pablo, San Agustín de Hipona, Maquiavelo, Hobbes, Kant, William Golding…

Yo no creo que los hombres seamos malos, malos, pero un rato egoístas e ignorantes, sí. En el fondo todos somos adolescentes malcriados, que quieren hacer su santa voluntad y hacerla ya mismo, sin pensar en las consecuencias y sin preocuparse de si molestarán a otros. Por esto necesitamos las leyes y las instituciones. El proceso de socializar al niño supone hacerle entender que vive en sociedad y que sus derechos terminan donde empiezan los de los demás (vieja máxima de las madres y los profesores de antaño, pero que sigue siendo válida).

Las instituciones y las leyes son mucho más frágiles de lo que parecen. Pueden sobrevivir a embates ocasionales, pero no a un cuestionamiento permanente. Recuerdo una vez que oí a una alcaldesa de un pueblo catalán que alardeaba de que allí existía una cultura de la desobediencia. Me gustaría conocer su opinión cuando intente multar a los coches mal aparcados en su pueblo y sus conductores le desobedezcan. Una vez comienza el cuestionamiento de las instituciones, todo el camino es cuesta abajo. Lo difícil luego es volver a subir esa cuesta y recuperar el consenso y la confianza perdidas. Precisamente, en los escenarios de reconstrucción post-conflicto de un país, una de las cosas más difíciles es convencer a los ciudadanos de que vuelvan a confiar en las instituciones.

Estaría bien que a alguien, al otro lado del océano, le castigasen a escribir diez mil veces: “Las leyes están para respetarlas, incluso cuando no nos gustan” y otras diez mil veces: “No incitaré a la gente a asaltar el Capitolio”. Tal vez lo que sucede es que a esa persona no la socializaron bien de pequeñito. Todavía estamos a tiempo de cambiarlo.

 

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