Tras el final de la Guerra Fría, llegó el momento de que Europa encontrase su voz. En 2002 la UE se dotó del euro y en 2007 se dio el Tratado de Lisboa, que tiene más un tufillo a constitución que a tratado internacional al uso. En 2010 los Delegados de la UE en terceros países comenzaron a ser llamados Embajadores y la UE se dotó de un Alto Representante con aires de Ministro de AAEE. En ese período, la UE tuvo que hacer frente a algunos desafíos: una Alemania reunificada y reforzada que es una auténtica primus inter pares; la incorporación de varios ex-Estados satélites soviéticos en Europa Central y Oriental, la crisis de 2008, que puso en peligro el Estado del Bienestar en Europa y la solidaridad en su seno.
Kissinger se pregunta si Europa alcanzará la unidad, aunque duda que ésta pueda venir de la mano de los burócratas y las regulaciones. Una Europa más o menos unida tendría, según Kissinger tres opciones geopolíticas: 1) Defender el partenariado transatlántico con EEUU; 2) Adoptar una posición de neutralidad; 3) Alcanzar algún tipo de acuerdo tácito con poderes extra-europeos. La Administración Trump demostró el peligro de poner todos los huevos en la misma canasta y apostarlo todo a la alianza con EEUU. La neutralidad no es una opción en el mundo complicado del siglo XXI. El acuerdo tácito con otros poderes extra-europeos podría convertirse en el abrazo del oso con una potencia que ni tan siquiera compartiese nuestros principios y valores. La verdadera solución, que a Kissinger no se le ocurrió, es la que las altas instancias de la UE han comenzado a defender: la autonomía estratégica, ser capaces de hablar con nuestra propia voz.
Habiendo sido escrito en 2014, el libro evidentemente no menciona el Brexit, los problemas causados por las derivas autoritarias de algunos países de Europa central y oriental y las complicadas relaciones con Rusia. Aquí siento que a Kissinger le ha fallado la varita de adivinar el futuro.
Una carencia significativa en su recorrido por la geopolítica europea es su tratamiento de Rusia. Dedica algunas páginas a describir su formación nacional y su expansión hacia Asia a partir del siglo XVI. También narra su emergencia como un actor de pleno derecho en la política europea, que culminó con el Congreso de Viena que la consagró como uno de los cinco grandes que debería asegurar la estabilidad del continente. Parecería que lo más significativo que Rusia hizo entre 1815 y la actualidad fue perder la I Guerra Mundial, abrazar durante 70 años el marxismo-leninismo y decaer.
Para mí, esta manera de tratar el papel geopolítico de Rusia tiene mucho que ver con los problemas que hemos tenido en los últimos años con Putin. Rusia perdió la Guerra Fría, los países de su órbita largaron amarras y hasta las repúblicas soviéticas rompieron con la Madre Rusia. A cambio de un final más o menos consensuado de la Guerra Fría, Rusia esperaba que EEUU la tratase como a un socio, un poco menor, pero socio al fin y al cabo, en la gestión del mundo y que le ayudase a realizar la transición a la economía de mercado. EEUU fue muy poco generoso y la trató como a un enemigo derrotado. Una frase que leí una vez y que me encantó es que Rusia nunca es tan fuerte como aparenta, ni tan débil como parece. La política exterior de Putin puede verse como el intento de un antiguo gran imperio por hacerse respetar y ser tratado como una de las grandes potencias globales.
Mientras que Europa da la impresión de ser un continente muy ordenadito y estructurado, el siguiente capítulo se titula: “Islamismo y Oriente Medio: un mundo en desorden”.
Uno de los fenómenos históricos más destacables es la rapidísima expansión del Islam en su primer siglo. En 100 años pasó de estar limitado a la franja costera occidental de la Península Arábiga a conquistar todo el norte de África, la Península Ibérica, Siria, la vertiente sur del Cáucaso, Persia, parte de Asia Central y llegar a las fronteras de la India. En el camino derrotó a los dos grandes imperios de Oriente que eran el bizantino y el persa; a este segundo lo aniquiló por completo. Para los primeros musulmanes este avance tan rápido era testimonio de que se trataba de la religión verdadera y se convencieron de que su misión era unir el mundo bajo el Islam y darle paz.
Para el siglo XVIII, cuando el imperio otomano, que era la principal potencia musulmana, entra en declive, los musulmanes se encontraron con una realidad para la que no estaban preparados: el retroceso del Islam. El siglo XIX trajo noticias peores todavía: las potencias europeas colonizaron o convirtieron en protectorados a los países musulmanes. Los musulmanes no sólo tuvieron que reconocer su subyugación, sino que tuvieron que admitir que Occidente les había adelantado tecnológica y científicamente. Recordar que hubo una época que duró hasta el siglo XIII en la que el Islam era superior intelectualmente al Occidente cristiano era un pobre consuelo, cuando no algo peor: la constatación de un fracaso. Existe un libro que describe esta constatación, que comienza en el siglo XVIII, de que estaban en el lado equivocado de la Historia: “What went wrong?” de Bernard Lewis.
En 1920, en su esfuerzo por reinventarse tras su derrota en la I Guerra Mundial, Turquía abolió el Califato, el poder espiritual sobre todo el mundo musulmán. Los Estados musulmanes se encontraron una disyuntiva: o bien entraban en el orden internacional de Estados soberanos, o bien hacían suyo el papel del Califa y se arrogaban una autoridad universal sobre el mundo islámico para difundir la versión “correcta” del Islam. Hasta 1967 era la versión nacionalista, laica y socialista, cuyo representante más conocido fue el egipcio Nasser, la triunfante. La guerra de los seis días supuso un descrédito enorme para Nasser y los que seguían su línea y fue el momento en el que la aproximación musulmana al mundo moderno patrocinada por Arabia Saudí comienza a coger fuerza. Con la revolución islámica iraní, Arabia Saudí se encontró con un competidor que pretendía algo similar, pero desde una óptica chií.
Pero hablar del mundo árabe y limitarse a hablar de los Estados, quedaría muy incompleto. Hace falta hacer referencia a una fuerza transnacional que lo permea y cuya influencia va en ascenso: el islamismo. El islamismo arranca en Egipto en los años 20 del siglo XX con Hassan al-Banna y la fundación por él de los Hermanos Musulmanes. Su aspiración era ofrecer una alternativa musulmana al Estado-nación secular. En su opinión los principios occidentales bajo los que se había venido rigiendo el orden internacional, habían fracasado.
El Islam ofrecía una alternativa sólida para crear un orden social, tanto en lo doméstico como internacionalmente. Al-Banna presentaba una lealtad a distintas esferas, cada una de las cuales comprendía a las anteriores. Primero el musulmán era leal a su propio país; a continuación lo era a los demás países musulmanes. Por encima de éstos estaba el Imperio musulmán, que debería comprender todo el planeta.
Aunque al-Banna defendía que la promoción de estos principios debía ser gradual y pacífica, queda la duda de si esta moderación era real o si era puramente táctica. Al-Banna murió asesinado en 1947 y dejó sin aclarar como podían reconciliarse sus ambiciones de una revolución islámica mundial con sus proclamaciones en favor de la tolerancia y de la amistad entre civilizaciones. Su sucesor Sayyid Qutb tendría muy claras sus ideas y con él no habría ambigüedad que valiese. Su objetivo era derribar las instituciones anti-islámicas y sustituirlas por una sociedad global en la que se aplicasen los principios del Corán. Las ideas de Qutb con el paso del tiempo estarían en la base de movimientos tan diversos como al-Qaeda, Hamas, los talibanes y los ayatollahs iraníes.
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