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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El mundo de mañana

Emilio de Miguel Calabiael

Uno de los libros más famosos de Stefan Zweig es “El mundo de ayer”, una descripción de cómo era Europa antes de la I Guerra Mundial. Era un mundo amable, donde uno podía cruzar fronteras sin mostrar pasaportes. Las élites compartían una cultura y unos valores comunes y el nacionalismo parecía un simpático entretenimiento y no una razón para masacrarse. Zweig definió aquella era como “la edad de oro de la seguridad”.

Me da miedo pesar que tal vez nos encontremos en un momento-Zweig y que dentro de algunos años recordemos la crisis del coronavirus con un parteaguas, el momento en el que se terminaron de romper las viejas seguridades y entramos en un nuevo mundo más amenazante y siniestro.

Hubo otra época dorada, que Zweig, que se suicidó en 1942 ante el temor de que Hitler ganara la guerra, no llegó a ver y que fue la de los años cincuenta y sesenta. Fueron los años del temor a la guerra nuclear, pero también fueron unos años en los que la vida era predecible y era posible pensar que las cosas seguirían mejorando y que cada generación viviría mejor que la anterior.

La crisis del petróleo de 1973 y la estanflación y el paro que le siguieron, rompieron aquel sueño. El final de la década de los 70 y la de los 80 fueron tiempos duros, pero para 1990 parecía que habíamos dado con la fórmula para construir un mundo nuevo, que incluso sería mejor que el de los años 50 y 60.

La caída del Muro de Berlín hizo creer que la Historia se había terminado. Occidente y la democracia habían ganado. Como dijo Francis Fukuyama en “El fin de la Historia y el último hombre” lo que quedaba ya era la marcha de los distintos países, cada uno a su ritmo, hacia ese destino común que era la democracia y el Estado de Derecho. Fukuyama olvidó dos cosas. La primera, que los cisnes negros existen y que siempre puede venir uno a hacer que descarrilen los sueños mejor construidos. La segunda, que en general los avances sociales en la Historia de la Humanidad han ido acompañados de mucho sufrimiento. Para que la idea de los Derechos Humanos triunfase fueron precisos la Revolución Francesa y veinte años de guerras napoleónicas. La legislación laboral se impuso después de muchos años de jornadas de 15 horas, trabajo infantil y accidentes laborales y ante la amenaza del comunismo. La caída del Muro de Berlín, rápida e incruenta, fue demasiado fácil. Parece que a la Humanidad hay que aplicarle lo de que la letra con sangre entra.

A nivel económico, la combinación entre globalización y neoliberalismo creó la ilusión de que el planeta podría ser un gigantesco y único mercado, que traería el bienestar y el progreso material a todos. Los economistas finalmente habían descubierto cómo funcionaban las cosas y tenían la fórmula para que nunca más hubiese crisis. Los Estados se habían convertido en algo obsoleto a extinguir. El sueño de una Humanidad unida y no dividida por fronteras lo habían conseguido los mercados y los tratados de libre comercio.

Estas promesas empezaron a resquebrajarse a comienzos del siglo XXI.

El primer cisne negro fueron los atentados del 11-S. De pronto, el mundo ya no era ese lugar pacífico y seguro, donde la guerra y la violencia eran acontecimientos a extinguir. Tal vez si la respuesta al 11-S hubiera sido policial y política y se hubiera tratado como un caso de terrorismo criminal… Pero no, se le dio una respuesta militar y geopolítica. La Administración Bush decidió que se había entrado en “una nueva era” y que comenzaba una guerra contra el Terror que duraría años. Se hizo ver a la gente que había un antes y un después del 11-S y que las cosas ya no podrían ser como antes.

Naomi Klein en “La doctrina del Shock: el auge del capitalismo del desastre” señala cómo intereses privados aprovechan las crisis para imponer medidas que en tiempos normales no podrían. Nada que no hubiera descubierto Hitler en 1933, cuando aprovechó el incendio del Reichstag (el Parlamento) para suspender las libertades civiles y proceder al arresto de los comunistas. Algo así sucedió con el 11-S. La gente aceptó recortes en sus libertades. Aceptó que los servicios de inteligencia pudieran entrometerse más en sus vidas, aceptó controles mucho más estrictos en los aeropuertos, aceptó renunciar a parte de su intimidad…

El segundo acontecimiento clave fue la crisis de 2008. No lo califico de cisne negro, porque las crisis son connaturales al sistema capitalista. Puede que sorprendiera la magnitud de la crisis, pero la crisis en sí no hubiera debido sorprender a nadie. Lo curioso es que casi nadie lo viera venir. La explicación es más psicológica que económica: se podía hacer tanto dinero y todo parecía ir tan bien, que nadie quería hacerse la pregunta clave de si aquello era real y sostenible. Incluso los que recelaban, acabaron sucumbiendo y haciendo inversiones absurdas, porque era lo que hacían todos los demás y era de tontos no aprovechar esa oportunidad.

La crisis de 2008 hubiera sido un buen momento para replantearse el sistema. La globalización no había traído la prosperidad generalizada que prometía. Los mercados financieros se habían convertido en unos monstruos gigantescos que iban a su aire sin ningún control. Las desigualdades sociales iban en aumento. La gente se endeudaba para mantener su nivel de vida, las empresas se endeudaban porque el dinero era muy barato. Todo el mundo se endeudaba.

Pero no, el sistema no fue replanteado. Se prefirió parchearlo. Los Estados, que en aquellos momentos no estaban excesivamente endeudados, inyectaron cantidades ingentes de dinero para salvar a las instituciones financieras y recortaron en gasto social, porque de algún lado había que rascar. Las medidas dieron resultado. Se evitó el colapso, pero el sistema empezó a dar síntomas de agotamiento. Era como un coche al que le has hecho una chapuza después de un accidente para que siga tirando. Sí, podrás seguir desplazándote en él, pero ya no funcionará igual.

La mala noticia es que la crisis del coronavirus posiblemente deje pequeña la crisis financiera global de 2008. La buena noticia es… lo siento, no hay buenas noticias.

La economía mundial nunca se recuperó del todo de la crisis de 2008. La crisis exacerbó las desigualdades sociales. La clase media, que había sufrido mucho en la crisis, vio cómo lentamente sus condiciones de vida se deterioraban. Las clases bajas, pues lo mismo. Las tasas de paro descendieron en los años siguientes, pero menos de lo que hubiera cabido esperar y, además, aumentó la precariedad laboral. La deuda tanto privada como pública está a unos niveles altísimos. 16 Estados tienen deudas equivalentes al 100% de su PIB y entre ellos se cuentan Japón, EEUU y Singapur y otros 9, entre los que se cuentan Francia, España y Brasil, tienen deudas superiores al 90% de su PIB. No es la mejor situación financiera para encarar una crisis como la del coronavirus.

Y como en este siglo XXI nada es tan malo que no pueda empeorar aún un poco, en los diez últimos años el cambio climático se ha acelerado y con él los desastres naturales que lleva aparejados. Unos pocos datos: siete de los diez incendios más destructivos que ha conocido California han tenido lugar después de 2015. Seis huracanes de fuerza 5 se han formado en el Atlántico en los últimos cuatro años. Inundaciones del tipo de “1 cada cien años” empiezan a hacerse tan frecuentes, que ya hay quienes sugieren que se redenominen “1 cada 20 años”… o menos. Ya casi no quedan negacionistas y los economistas y las empresas empiezan a introducir en sus cálculos el coste del cambio climático.

La crisis del coronavirus nos pilla debilitados y en peores condiciones que la crisis de 2008. La crisis en sí es más grave que aquélla. Ha afectado a todo el planeta en tiempo record y ha paralizado la actividad mundial de una manera que la crisis de 2008 nunca la paró. La esperanza es que si se alcanza pronto el punto de inflexión y se da con la vacuna el parón pueda ser breve, acaso tres meses y luego podamos volver a la normalidad. Lo malo es que no creo que vayamos a volver a la normalidad. Hay tendencias que han venido para quedarse.

La primera reacción de algunos ha sido pensar en estímulos gigantescos para relanzar la economía. EEUU acaba de aprobar el paquete de ayuda más voluminoso de su ayuda: 2 billones de dólares; la cifra es tan enorme que no sé ni cuántos ceros tiene. El Banco Central Europeo está considerando comprar hasta 750.000 millones de euros de bonos públicos y privados. Los líderes europeos aún no se han puesto de acuerdo sobre el paquete de estímulos, pero tarde o temprano lo tendrán que abordar.

Ya sé que inyecciones masivas de dinero fresco es lo que requiere la ortodoxia económica, pero me hago una pregunta, lo mismo porque no soy economista: ¿De dónde va a salir el dinero, cuando los Estados llegan a esta crisis con fuertes tasas de endeudamiento (bueno, cuando todo el mundo llega a la crisis con grandes niveles de endeudamiento)? En todo caso, creo que la crisis es sistémica y que inyectar dinero para apuntalar el sistema, es retrasar el necesario cambio de modelo. Ya lo hicimos en 2008 y lo único que hicimos fue ganar unos cuantos años de respiro.

La globalización llevaba muchos años tocada del ala. Esta crisis terminará de matarla. Tras la crisis de 2008, el proteccionismo había levantado la cabeza. Trump, con su retirada del Tratado del Partenariado Transpacífico o su replanteamiento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, no ha hecho sino expresar con hechos lo que algunos ya pensaban, pero no se atrevían a decir porque iba contra la ortodoxia reinante: tal vez los tratados de libre comercio no sean la panacea que veíamos diciendo, sino que tengan efectos sociales perniciosos que los conviertan en un arma de dos filos.

La primera reacción en esta crisis ha sido la de “chacun pour soi”. Cada uno tiene que sacarse las castañas del fuego y la solidaridad internacional para quien la quiera. Cierre de fronteras, cierre de espacios aéreos, temor al extranjero que es el que trae el virus (en enero, en Europa se temía al chino que era quien traía el virus; en Asia en estos momentos se teme al europeo, que es quien trae el virus)… El nacionalismo y el localismo saldrán reforzados y queda por ver qué ocurrirá con el multilateralismo.

La crisis también ha mostrado los riesgos de depender tanto de la factoría china. Cuando la pandemia golpeó a China, muchas productores y distribuidores se encontraron sin suministros, porque China se había paralizado. EEUU de pronto ha descubierto que ya no producía antibióticos, porque había externalizado la producción. De hecho, durante la Administración Trump ya había comenzado un movimiento para traerse de vuelta líneas de producción desde China. La crisis del coronavirus no hará más que acelerar este movimiento, que seguramente Europa replicará también.

Siento curiosidad por saber cómo afectará esta crisis a la industria turística. Durante muchos años el turismo se vio como la panacea para países que querían desarrollarse deprisa. Era una fuente segura de divisas y generaba mucho empleo. Ha sido ya entrado en el siglo XXI cuando hemos empezado a ver la cara menos amable del turismo de masas: contaminación, gentrificación de los cascos históricos, pérdida de calidad de vida de los residentes en sitios turísticos, devastación medioambiental. Esta crisis ha paralizado el turismo de forma inaudita: países que cierran sus fronteras a los extranjeros, líneas aéreas que cancelan vuelos, hoteles que tienen que cerrar por falta de clientes… Cuando termine la crisis, ¿retomará el turismo internacional o se potenciará más bien el turismo local, que se verá como menos peligroso y más barato? ¿los países impondrán más cortapisas a los turistas (solicitud de seguros médicos con coberturas elevadas; obligación de declarar detalladamente destinos de viaje pasados; aceptación de algún grado de control por parte de las autoridades turísticas del país visitado en sus desplazamientos…), haciendo que el turismo internacional se vuelva menos asequible?

En lo social, entreveo algunos cambios. Igual que después del 11-S aceptamos sin rechistar algunos recortes a nuestras libertades y a nuestra intimidad, también ahora aceptaremos nuevos recortes. El filósofo coreano Byung-Chul Han publicó recientemente un artículo muy interesante, titulado “La emergencia viral y el mundo de mañana”. En él defendía que Asia ha afrontado la epidemia mucho mejor que Europa gracias a que ha recurrido a la vigilancia digital. Nuestra intimidad se había visto ya tan violada por facebook e instagram, que tampoco resultaría un gran esfuerzo aceptar que el Estado controlase nuestra ubicación las 24 horas del día y que vigilase con quiénes nos encontramos en nuestros recorridos diarios. En 2001, las intromisiones en nuestra vida y libertades se justificaron por la lucha contra el terrorismo; mañana se podrían justificar por razones de salud pública.

Creo que el teletrabajo ha venido para quedarse. A los empresarios les conviene: menos gasto en electricidad y ahorro en alquiler de espacio de oficinas. A los trabajadores, también: ahorro de tiempo y dinero al no tener que desplazarse. Además, el teletrabajo reducirá las emisiones de gases contaminantes, al haber menos desplazamientos. El teletrabajo tiene sus desventajas: la coordinación del equipo resulta más difícil y la socialización para el teletrabajador se puede volver más pobre. Me imagino que encontraremos solución para esas desventajas. Por ejemplo, alternar tres días de teletrabajo con uno de trabajo presencial a efectos de mantener la cohesión del equipo. En cuanto a la socialización, siendo el hombre un animal social por naturaleza, estoy seguro de que aparecerán maneras nuevas de socializar entre los teletrabajadores.

Acaso cambie nuestra manera de ver la economía. Ha sido llamativo que en esta crisis, la prioridad ha estado en salvar vidas y evitar que el virus se propague. Sí, sabemos que el palo económico va a ser brutal y que la recesión que nos espera dejará pequeña la de 2008, pero eso no es lo que más preocupa ahora. Tal vez, estemos ante un cambio de paradigma. La constatación de que no es la sociedad la que tiene que vivir para la economía y ese ídolo que se llama PIB, sino que es la economía la que tiene que estar al servicio de la sociedad. Sólo con que empecemos a ver la economía con otros ojos y a primar otros valores más humanos, habremos sacado algo valioso de esta crisis.

 

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