Hace más de 20 años leí el libro de Jeremy Rifkin “La era del acceso” y una de las ideas que más se me quedó grabada fue la de la naturaleza expansiva del capitalismo. Su tendencia natural es a abrir nuevos mercados, a colarse por todos los intersticios, a mercantilizarlo todo.
El colonialismo europeo, especialmente el del siglo XIX, podría verse como un intento de conquistar mercados y de absorber en el sistema capitalista a las regiones que aún no habían entrado en él. Un autor que tiene mucho que decir sobre esta cuestión y al que recomiendo es Immanuel Wallerstein. Un ejemplo de cómo el colonialismo integró en el sistema capitalista a regiones que estaban fuera de él, lo podemos encontrar en el África colonial francesa. Los cultivadores practicaban una economía de subsistencia y no-monetaria. ¿Cómo empujar a esos cultivadores hacia el capitalismo? Muy sencillo: la Administración colonial les impuso impuestos que debían pagar con dinero. Los cultivadores se encontraron con que o bien se ponían a trabajar como peones para conseguir dinero, o bien se pasaban a cultivos comerciales que pudieran vender. De un plumazo habían pasado de la Edad del Hierro y el trueque a la era capitalista.
El capitalismo fue tan exitoso en su expansión que llegó un momento en el que ya no quedaban territorios interesantes que incorporar. Entonces comenzó el esfuerzo por incorporar más y más áreas de la vida cotidiana al capitalismo. Desde cosas triviales como cocinar galletas en casa, hasta coser vestidos, pasando por cuidar de los abuelos, todo fue susceptible de convertirse en mercancía. Esto fue acompañado de una herramienta ideológica: la invención del PIB.
El PIB fue inventado por Simón Kuznets en 1932 a petición del presidente Roosevelt, para medir cuánto se había contraído la economía durante la Gran Depresión. El PIB pronto se convirtió en el ídolo de políticos y economistas, porque resultaba una cifra tangible, un dato inequívoco que podía indicar si la economía estaba creciendo o cayendo. Pero el PIB dejaba fuera demasiadas cosas: los efectos adversos del crecimiento, en forma de contaminación, criminalidad o problemas mentales no entraban en los cálculos. Por otra parte, aquellas actividades no mercantilizadas, como cocinar unas galletas para la familia o cuidar de los abuelos, tampoco eran contabilizadas. Uno puede ser muy buen hijo, cuidando de sus padres en casa, pero está siendo muy mal ciudadano, porque impide que el PIB crezca. Si mete a sus padres en una residencia y, todavía mejor, si éstos se deprimen y se ponen a tomar prozac, el PIB se dispara.
La obsesión por el PIB fue de la mano con el deseo de mercantilizar todos los aspectos de la existencia humana. Internet ha supuesto un paso de gigante en el esfuerzo de que todas las áreas de la vida se conviertan en mercancía. Los videojuegos como sustitutos de los juegos de mesa o de otras maneras de relacionarse. Netflix, reemplazando a los libros como suministrador de historias y conocimientos. Plataformas/juegos como los Sims o Second Life, que te proponen llevar una vida paralela online, supuestamente más maravillosa que la vida de mierda que llevas en la realidad. Facebook dio un paso más y consiguió hacer negocio con nuestras ansias de estar en contacto y nuestro gusto por el chafardeo.
Y ahora de los inventores de Facebook nos llega el metaverso. He seguido varios de los vídeos de Zuckerberg al respecto y veo que quiere que disfrutemos del ocio, trabajemos y compremos en el metaverso. Él lo presenta de manera entusiasta. Mi opinión es más siniestra. El metaverso representa el sueño último del capitalismo: lograr que pasemos todas nuestras horas de vigilia en una plataforma digital que controla una empresa. Por fin hemos alcanzado el destino final: que cada segundo de nuestra existencia se convierta en una mercancía.
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