La de verdugo es una profesión impopular, por decirlo suave. Los indios, que han caracterizado hasta la extenuación las profesiones impuras, colocan entre ellas a los verdugos, al lado de los curtidores, los recogedores de basuras, los carniceros, los barrenderos… Todas son profesiones que tienen que ver con la muerte, la suciedad o la menstruación. Sí, la menstruación no goza de simpatía en muchas sociedades. Entre muchos judíos ortodoxos se establece que la mujer duerma en una cama distinta cuando está con la menstruación. Esta práctica casi es hasta permisiva cuando se la compara con la que se sigue en zonas rurales de la India, en la que la mujer con la menstruación tiene que retirarse a una cabaña aparte. En esto la mujer que menstrua se asemeja al verdugo, que en muchas sociedades tenía que vivir en una casa apartada y fuera del núcleo urbano.
Resulta irónica la mala prensa de los verdugos, que no hacen más que ejecutar lo ordenado por un poderoso o por un magistrado, que sin embargo no tiene mala prensa. Precisamente, a uno de los últimos verdugos españoles, el burgalés Gregorio Mayoral Sendino, se le atribuye la frase: “Si hay pena de muerte, tendrá que haber verdugo.” Curiosamente, esta frase se repite de manera similar en la película de Berlanga, “El verdugo”; en ella, Pepe Isbert, en el papel del viejo verdugo a punto de la jubilación, le responde a su yerno, que va a heredar su trabajo y que cree que todos deberían morir en su cama: “Naturalmente, pero si existe la pena, alguien tiene que aplicarla.”
Pues sí, pero no deja de ser una profesión denostada. En 1973 Basilio Martín Patino rodó el documental “Queridísimos verdugos”, que no se estrenaría hasta 1977, en el que entrevistó a los tres últimos verdugos españoles. Uno de ellos, Antonio López Sierra, cuenta que se metió a verdugo para no pasar hambre, porque no tenía ni oficio ni beneficio. Se quejaba de que vivía en el ostracismo, que nadie en el barrio le hablaba y de que apenas lo abandonaba, posiblemente por miedo a encontrarse a alguien próximo a alguno de sus clientes.
Una pregunta interesante es: ¿cómo cambia la vida y la personalidad dedicarse a matar, aunque sea con la aquiescencia del Estado? En el documental, dos de los verdugos, el mencionado Antonio López Sierra y Vicente López Copete, dan la impresión de ser dos pobres hombres semianalfabetos que se metieron a verdugos para no morirse de hambre, y que con el paso el tiempo han hecho callo. López Sierra lo confirma: “Hay que tener un corazón muy duro”. El tercero de los verdugos, Bernardo Sánchez Bascuña, da la impresión de ser un friki, que está más p’allá que p’acá. Puede quedar la duda de si se hizo verdugo de puro friki que era o si fue la profesión la que le convirtió en un friki.
Mi amigo Raymond Phathanavirangoon es el co-guionista de la película del singapureño Boo Junfeng “El aprendiz”. La película cuenta la historia de un hombre marcado por la ejecución de su padre, que se hace guardián de prisiones y acabará convertido en verdugo. Para documentarse, Boo y Raymond se entrevistaron con varios verdugos. Algunos les contaron que llegó un momento en el que lo de ejecutar les pesaba como una losa y tuvieron que dejar la profesión. Pero también se encontraron con un viejo verdugo sikh, bonachón y con pinta de abuelo adorable, que disfrutaba de la vida y no se hacía mayores preguntas sobre su profesión. Es más, alardeaba con orgullo de lo bien que ejecutaba: rápido y sin causar dolor al reo.
El último verdugo de Tailandia se llamaba Chavoret Jaruboon. Escribió un libro sobre su vida, “Thailand’s last executioner”, que sirvió además de base para una película de Tom Waller. También el guionista de la película, Don Linder, se entrevistó con Chavoret y encontró que era un hombre afable, al que le encantaba el rock and roll, que amaba con delirio a su familia y que tenía un sentido elevado del deber. Chavoret no se rompía la cabeza con su profesión: era su karma, igual que era el karma de los condenados el ser ejecutados. Procuraba que los prisioneros realizasen su karma de una manera compasiva. No le causaba problemas de conciencia, porque simplemente estaba siguiendo su karma y acatando órdenes.
Y ahora hablemos del verdugo de mi cuento, Charles-Henri Sanson.
Sanson fue el hijo mayor de los 16 que tuvo Charles Jean-Baptiste Sanson, tercera generación de una ilustre familia de verdugos que se remontaba a finales del siglo XVII. Por cierto, que de los 16 hijos que tuvo Charles Jean-Baptiste, 10 llegaron a la edad adulta,- una marca mejor que la de los descendientes de Luis XVI y pareja a la de los descendientes de Luis XV. En cuanto a lo de que existiese un linaje de verdugos, esto se debía a que resultaba difícil encontrar candidatos y, si el verdugo no encontraba a un aprendiz dispuesto a reemplazarle cuando se jubilase, tenía que traspasar el oficio a uno de sus hijos o de sus yernos.
A Sanson no le entusiasmaba la profesión familiar y quería estudiar medicina, pero la parálisis que aquejó a su padre y la necesidad de proveer para la familia, le obligaron a dejar los estudios y comenzar a trabajar como verdugo, cuando tenía 18 años. Una de sus primeras tareas fue la ejecución del fallido regicida Robert-François Damiens, asistiendo a su tío. Fue una ejecución por descuartizamiento particularmente atroz, que duró varias horas. Su tío se retiró después de aquello. En cambio, parece que la ejecución tuvo un efecto positivo sobre Sanson, que se dijo que no era posible participar en un ajusticiamiento más atroz que ése. Y tenía razón.
En tanto que verdugo, Sanson vivía en la ambivalencia. Socialmente estaba equiparado a la nobleza menor, pero en el trato corriente se le trataba como a un apestado. El salario era más que generoso y Sanson podía permitirse vestir a la moda. En sus ratos libres, le gustaba tocar el violín y el violonchelo. Con el tiempo, parece que llegó a sentir un cierto orgullo profesional. La guillotina supuso para él una gran ventaja. Por un lado, facilitó las ejecuciones y le libró de tener que ocuparse de los útiles del oficio, que se habían empleado hasta entonces. Por otro, le permitió darse aires de mecánico experto en el manejo de la guillotina, que es algo que parece como más presentable que decir que te dedicas a cortar cabezas.
Hasta que se inventó la guillotina, los métodos más comunes de ajusticiamiento en Francia eran la decapitación por la espada para la gente de alcurnia y el ahorcamiento para los plebeyos. Había métodos algo más desagradables para los regicidas, como Damiens tuvo ocasión de apreciar.
Tanto la decapitación como el ahorcamiento pueden ser rápidos y relativamente indoloros si el verdugo conoce su oficio. La decapitación requiere fuerza y tino. Es proverbial la ejecución de María Estuardo, que tuvo mala suerte en todo, hasta en morir. El primer golpe no atinó y se limitó a rozarle el cuello; al segundo le faltó fuerza, y quedaron algunos tendones sin cortar, uniendo la cabeza al cuerpo; para el tercer golpe recurrieron a un hacha a ver si así y se cumplió lo de que a la tercera va la vencida. Puede que le sucediera al verdugo lo que leí que decía el verdugo estatal para La Meca de Arabia Saudí: “Si el corazón es compasivo, la mano falla. Puedo necesitar dos, tres, cuatro o cinco golpes [esto ya no parece una ejecución, sino una carnicería]. Dios sabe cuántos. Y aun así puede que no muera. Si el corazón es compasivo, la mano no puede funcionar correctamente. La mano te traiciona.”
La guillotina no la inventó el Doctor Guillotin, como mucha gente piensa, sino el cirujano militar Antoine Louis. Guillotin, diputado en los Estados Generales, abogó fuertemente por la introducción de la guillotina como manera de ejecución más humana que las empleadas hasta entonces. Bueno, tampoco Antoine Louis es el auténtico inventor; él se limitó a perfeccionar un artilugio que ya existía en Italia. Existe una leyenda que dice que Antoine Louis y Gillotin llevaron su invento a Luis XVI, que era muy manitas y le encantaba la mecánica. Fue el Rey quien les habría hecho notar que funcionaría mejor si la cuchilla era triangular. Si non e vero, e ben trovatto y a mí me ha servido para escribir un cuento.
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