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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Confesiones de un filósofo (y 5)

Emilio de Miguel Calabiael

(G.E. Moore. No hay como fumar en pipa, para que se te ponga cara de filósofo

Aparte de esos tres filósofos, Magee le pega un buen repaso al positivismo lógico, que era la escuela filósofica (o más bien el callejón sin salida) en boga, cuando estudió en la universidad. Fue el austriaco A. J. Ayer quien introdujo esta escuela, que había surgido en Viena, en Oxford, pero quien sería determinante para su éxito en el Reino Unido fue G.E. Moore.

Moore estimaba que ya disponemos de una herramienta para conocer el mundo: el sentido común. El sentido común nos permite acceder a verdades tan esenciales como que tenemos un cuerpo y que vivimos en un mundo independiente de nosotros, en el que hay otros seres corpóreos con las mismas ideas que nosotros. Un filósofo puede poner en duda que haya otros seres corpóreos, pero no pondrá en duda que tiene una esposa; puede cuestionar si hay un mundo real, pero en su vida cotidiana, tiene claro que su casa existe y lo tiene tan claro que hasta paga una hipoteca por ella. Moore pensaba que la tarea central de la filosofía era el análisis de las aseveraciones y sus sucesores dieron en pensar que toda la filosofía era análisis lingüístico.

Para Magee la entronización del sentido común representó un desastre sin paliativos. Hay muchas cosas en el mundo que son contraintuitivas, empezando por los antípodas neozelandeses y terminando por el hecho de que la mesa en la que comemos no es sólida, sino que está compuesta de átomos y vacío, con más del segundo que de los primeros. En resumen, el sentido común no nos basta para tener una imagen más o menos exacta del mundo.

El positivismo lógico con su insistencia en diseccionar las aseveraciones pronto derivó en un juego de listillos, cuando no en un generador de pajas mentales. Por ejemplo, afirmar que “Álvaro Pombo es mejor escritor que Galdós”, aparte de ser un error morrocotudo, es un juicio de valor y como tal carece de contenido cognitivo. Afirmar que Napoleón perdió en Waterloo en realidad supone decir que sobre la base de la evidencia de que disponemos, Napoleón perdió en Waterloo, o sea que no es un juicio definitivo, porque podríamos encontrar otra evidencia que lo contradijera.

Con el impulso de Gilbert Ryle y su libro “El concepto de la mente”, la filosofía oxoniana acabó abandonando el positivismo lógico y centrándose en el análisis lingüístico y renunciando a lo que había sido la tarea tradicional de la filosofía: comprender el mundo; o más bien, asumió que analizar las afirmaciones que realizamos sobre el mundo es lo mismo que comprenderlo. Por ejemplo, a la hora de analizar cómo percibimos la realidad, un filósofo oxoniano se preguntaría: ¿qué estamos diciendo exactamente cuando decimos que percibimos algo? ¿cuál es el terreno adecuado para realizar esas afirmaciones? ¿es su lógica tal que son deducibles de afirmaciones más básicas sobre los sentidos?… Más adelante, cuando el análisis lingüístico había triunfado plenamente, las cuestiones adoptaron formulaciones tales como: ¿En qué circunstancias utilizamos normalmente las aseveraciones sobre la percepción? ¿cómo la gente normal las formula en su vida cotidiana?…

Para los años 70, muchos habían comenzado a ver que el análisis lingüístico era un camino a ninguna parte, que toda la fuerza se les iba en discutir las minucias del lenguaje. La filosofía perdió el respeto de la gente. Los estudiantes dejaban de matricularse en cuanto se les decía de qué iban las cosas y los profesores de otras facultades consideraban a los profesores de filosofía unos pajilleros mentales. Los propios filósofos se dieron cuenta de que el barco se hundía, pero en lugar de abandonarlo, trataron de repararlo. Los más veteranos recurriendo al Wittgenstein del “Tractatus Logicus-Philosophicus” y los más jóvenes al Wittgenstein de las “Investigaciones filosóficas”.

Lo que siguió, para Magee, fue más desorientación, aunque de otro tipo. Muchos se dedicaron a realizar investigaciones lógico-lingüísticas sobre la naturaleza del significado, el referente y la verdad. La intencionalidad y los problemas de la identidad adquirieron relevancia. Algunos decidieron aplicar las técnicas del análisis lingüístico a conceptos de otras disciplinas no-científicas, como la jurisprudencia, la psicología y la economía del bienestar. También hubo quienes aplicaron esas técnicas a problemas sociales como el aborto, la experimentación con tejido fetal, el control de población, la eutanasia… Por un lado, resultaba estimulante ver a la filosofía explorar otros campos y salir de sus confines. Pero, por otro lado, el análisis filosófico se quedaba corto; podía ayudar a esclarecer el problema, pero no iba más allá. Para ir más allá era necesario recurrir a otras disciplinas.

En el momento en que Magee escribió su libro (1997), existían en el Reino Unido un cierto hastío con la filosofía analítica y la sensación de que no daba más de sí. Fue entonces que la denominada “filosofía continental” comenzó a ganar terreno en las islas. Las escuelas dispares que abarca la filosofía continental tienen en común haber sido influidas por la filosofía alemana postkantiana. No tienen el mismo interés que sus pares británicos en la ciencia, las matemáticas y la lógica. Se orientan más bien hacia el psicoanálisis, la literatura y los movimientos sociales y políticos contemporáneos.

Magee no aprecia tampoco demasiado a la filosofía continental y saca a colación una charla con R.M. Hare en “Hombres de ideas” que no me resisto a incluir: “Tienen más que decir, en el sentido de que dicen más palabras: sus libros son normalmente más largos. Aunque hay algunos filósofos muy buenos en estas escuelas, los más habituales hacen poco más que inflar globos de diferentes formas y colores, llenos de nada más que su propio aliento (…) y si los pinchas con una aguja afilada es muy difícil decir lo que había dentro, excepto que probablemente era inflamable y embriagador. No creo que hagan nada para resolver problemas prácticos…”

Magee, por su parte, los acusa de falta de rigor, que reemplazan con el recurso a las emociones. Todo vale siempre que vaya revestido de un lenguaje que impresione. Al final lo que tenemos es filosofía sacerdotal. Se me vienen a la cabeza algunos nombres, empezando por Zygmunt Baumann. La filosofía continental ha abandonado los grandes temas filosóficos para dedicarse a los pequeños temas humanos y aun en estos, su aproximación es más bien superficial. Les importa más comentar que comprender y ello da a sus escritos un tono periodístico. Su juicio sobre la filosofía continental es devastador: enseña a abandonar la argumentación racional por la retórica y entrena a no pensar con profundidad.

Así sería la situación deprimente de la filosofía, según la veía Magee cuando escribió el libro. Podría terminar aquí, pero hay dos consejos de Magee para candidatos a filósofos que me han parecido interesantes.

El primero es que nuestra comprensión del mundo y de la condición humana se encuentran en el punto en el que las dejaron Kant y Schopenhauer hace casi 200 años. Es como si ellos hubiesen delineado la costa de un nuevo continente y los filósofos que vinieron después lo que han hecho ha sido rellenar alguno de los espacios vacíos, añadir una isla aquí y otra allá y adentrarse un poco en las tierras inmediatas a la costa. Un filósofo del siglo XXI (me refiero a uno verdadero, no a uno proviniente de la filosofía analítica o de la continental) tiene ante sí dos posibilidades. La primera es dedicarse a las grandes cuestiones que Kant y Schopenhauer dejaron sin dilucidar y tratar de darles respuesta. La segunda es dejar en suspenso esas grandes cuestiones y centrarse en cuestiones intermedias, en las que sí pueden avanzar, como hicieron Nietzche y Popper. Piensa que para una gran mente conformarse con lo segundo tiene algo de fracaso y que, puestos a fracasar, es mejor hacerlo por una causa gloriosa, como la de dar respuesta a las últimas preguntas.

El otro consejo es que ningún comentarista, por muy bueno que sea, reemplaza el recurso a la obra original del maestro. Los grandes maestros occidentales no llegan a la veintena, así que leer sus obras más importantes en una sola vida, es posible. En cambio la literatura sobre su obra es infinita. Ocasionalmente los comentarios pueden aportarnos alguna intuición brillante, pero nunca serán del mismo calibre que la obra original. Recurrir a un comentarista para, por ejemplo, conocer a Aristóteles, es como recurrir a alguien para que nos cuente la película de “El Padrino”. Puede que nos dirija la vista hacia detalles que nosotros habríamos sido incapaces de ver, pero a cambio es tanto lo que nos perdemos…

Pues eso, ¿qué haces leyendo mi comentario en lugar de ir corriendo a la librería a comprarte el libro de Magee?

 

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