Ítaca era como nos la había descrito Ulises, una isla feraz, con playas de arena muy fina y encinas y pinos y viñedos en las lomas y arroyos junto a los que uno podía tumbarse para refugiarse del calor. Al hablar sobre Ítaca fue la única vez que Ulises no exageró, porque no hacía falta. Sé que se ha dicho que Ulises era mentiroso y no negaré que le gustaba exagerar y torcerle el brazo a la verdad cuando le convenía, pero él afirmaba que no es que fuera fabulador, sino que la verdad es mala compañera para el que pasa por pruebas y tribulaciones y quiere sobrevivir.
Un barco de pescadores cretenses, que se apiadaron de mí cuando me vieron aferrado a un madero cerca de Paliki, fue el que me depositó en la isla. Apenas pisé tierra, cogí un puñado de arena e hice un promontorio pequeñito, como para que las hormigas jugasen en él, en recuerdo de mis compañeros que no volvieron a ver sus patrias. Al pie del promontorio coloqué una concha blanca para recordar a Ulises que se cansó de viajar y prefirió el reposo entre los brazos de Circe y reconoceré que sentí una punzada de envidia mientras colocaba la concha.
Subí por un sendero pedregoso que salía de la playa. Me imaginaba que tarde o temprano me encontraría a algún lugareño que me daría noticias de Ulises. Lo que me encontré fue un perro negro y fiero que se me lanzó a la carrera. Cogí una piedra del suelo, apresté mi honda y el solo movimiento puso pavor al perro que volvió por donde había venido más rápido si cabe.
En esto apareció un pastor viejo y tuerto, que debía de haber visto la escena desde un recodo.
– Usted disculpe. Es Argos, que enloqueció cuando se fue su dueño a la guerra de Troya y no ha vuelto a ser el mismo.
– ¿Cómo se llamaba su dueño?
– Ulises.
– ¿Está cerca su casa?
– Después del primer repecho del camino, verá unos viñedos a la derecha. Al fondo está su casa.
– ¿Cree que regresará algún día a Ítaca?
La pregunta pareció desconcertarle. Frunció el ceño. “Regresará. Afrodita le protege. De vez en cuando nos llegan noticias de él. Que si le vieron en la isla de los lotófagos, que si cegó a un cíclope. La última es que naufragó cerca de Paliki. Si eso es cierto, falta poco para que vuelva.
Dicho eso, se dio media vuelta y se alejó. Por si acaso, llené mi zurrón de piedras y me colgué la honda del cinturón, a dos dedos de la mano derecha. Volví a ponerme en marcha.
El viñedo era magnífico. Centenares de vides de hojas muy verdes y troncos retorcidos, cargadas de racimos copiosos. Las uvas aún estaban verdes, pero ya se veía que darían un vino magnífico. Ahora sí que creí aquello que nos decía Ulises en cada taberna que visitábamos de que el vino de sus campos era el mejor de toda Grecia.
Al cabo de un rato me salió al paso un hombre joven y moreno, que en su aspecto y sus andares me hizo recordar a Ulises. No así en su gesto, que era como adormilado, parecido al de los lotófagos cuando comían de sus plantas.
– ¿Esa casa de ahí es la de Ulises?
Me miró de hito en hito, como si no hubiese entendido la pregunta. Dos veces más le tuve que hacer la pregunta. Meneó la cabeza, como para poner en orden las meninges, en caso de que todavía le quedasen, puso los ojos como platos, como si así me fuera a oír mejor y respondió:
– Sí, es la casa de mi padre.
Ahora el que abrió los ojos como platos fui yo. ¡En esto se había convertido Telémaco, el niño de los rizos morenos que se le abrazaba a las piernas y perseguía a las gallinas en el corral! Pocas veces me he alegrado tanto de no haber tenido hijos. No los tuve porque no pienso que estar vivo sea tan maravilloso después de todo. Sí, he tenido mis alegrías, mis vinos con los camaradas, mis polvos,- la mayor parte mercenarios-, mis ratos tranquilos, cuando la mar está calma y la luna llena se refleja en el agua. Vivir no está mal, pero tampoco me habría importado no nacer y no haber conocido las partes menos agradables de la vida, que también son las más numerosas. Eso que les he ahorrado a los hijos que no tuve y a mí mismo me he ahorrado preocupaciones. Sé que cuando llegue al final de mi camino no tendré que preocuparme de nada más que coger un trozo de suelo mullido sobre el que caerme muerto.
– Sí, la casa de mi padre- repitió Telémaco embobado.
Me alegré de haber sido yo y no Ulises quien se encontró al Telémaco maduro. Me encaminé hacia la casa y le dejé a mi espalda, contemplando ensimismado el vuelo de un moscardón.
Las puertas de la casa estaban abiertas de par en par y de la sala principal llegaba el jolgorio de una fiesta. Allí me dirigí, sorteando a los sirvientes que llevaban fuentes con cabritos asados, lechones empitonados, ánforas de vino cretense y a otros que devolvían las fuentes vacías a las cocinas.
Desde el umbral pude ver a hombres gordos y lascivos tumbados en los triclinios. Se metían pedazos enormes de carne en la boca y tenían las comisuras de los labios tan pringadas de grasa que se hubiera podido mojar pan en ellas. Bebían el vino como si fuera agua de manantial, dejando que les corriera por las barbillas; debajo de cada uno había un charquito cárdeno de buen vino cretense. En el centro de aquella orgía de gula, había una mujer que no comía ni bebía, sino que asistía a la escena con un gesto de infinito desprecio y que adiviné que debía de ser Penélope. La mujer levantó la mirada y sus ojos verdes se clavaron en mí.
“¡Ulises!”, gritó llena de alegría y necesité de unos instantes para darme cuenta de que de verdad se dirigía a mí. Me explico: Ulises era alto y esbelto y yo soy bajo y rechoncho. Lo único que tenemos en común es la piel morena y las arrugas que ha labrado en nosotros agua del mar. Era imposible que nadie nos confundiera, ni aun en las tabernas más oscuras del Ática, pero Penélope volvió a gritar con más énfasis todavía: “¡Ulises!”
Los cerdos que la rodeaban a lo primero reaccionaron con sorpresa y aún diría que con miedo. A lo segundo, una vez que hubieron dirigido sus miradas hacia donde miraba Penélope, vinieron a estallar en risas y chanzas. Sé que no era el Ulises que esperaban con temor y mi aspecto les incitó a la risa.
Nunca desprecies a un hombre que viene de una guerra, ha surcado los siete mares y no tiene nada que perder. Comencé a sacar las piedras de zurrón y con la honda fui matándoles uno a uno de pedradas en la frente. Eran nobles gordos y ahítos, que no habían manejado más armas que los cuchillos para trocear los cabritos; eran aristócratas acostumbrados a que otros les sirvieran y que pensaban que la muerte no iba con ellos y que cuando les llegase, alguno de sus servidores se la apartaría del camino. Apenas tuvieron tiempo para reaccionar. Los más ágiles intentaron abalanzarse sobre mí esgrimiendo cuchillos de cortar la carne. Ninguno pudo acercárseme a más de tres pasos. Los más cobardes, que intentaron huir de la sala por la puerta de atrás, murieron de pedradas en la nuca, en lugar de en la frente.
Todo duró unos pocos minutos. Y cuando hubo terminado, sólo quedábamos en la sala vivos Penélope y yo. Penélope me sonrió: “Has estado magnífico”.
Esa noche Penélope me invitó a su lecho. Tenía el cuerpo nudoso como las vides de fuera y el vientre fláccido y los pechos caídos, pero el orgullo de reina estaba ahí, y la prestancia, y la manera de hacer el amor, primero como una generala que da las órdenes y luego como una hetaira que no acaba de saciarse y conoce todas las artes del amor. “Ulises”, gritó cuando alcanzó el orgasmo y yo, que lo tuve en el mismo momento, respondí: “Penélope”.
Soy el último de los soldados, tan insignificante que Homero ni se dignó en mencionar mi nombre. Si Penélope quiere que sea Ulises, lo seré.
Mis cuentos Emilio de Miguel Calabiael