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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Tardes de té, periódico y cucarachas

Emilio de Miguel Calabiael

F. es gordo, inteligente y malo. Vive en el fondo de su armario, que se le antoja tan cómodo como a otros sus salas de estar. Cuando murió su madre, todos pensamos que se teñiría el pelo de rubio, se compraría camisas de flores, se iría al Caribe y volvería de allá con un cubanito meloso, que le llamaría “papito”. Pero no, la muerte de su madre sirvió para que se metiera un poco más en el armario. Hizo fe de heterosexualidad misógina e insistió en el valor de la soledad y en cómo no se buscaría novia, porque prefería amanecer con Pessoa en la mesilla de noche que con una petarda al otro lado de la cama.

Por más que diga, todos hemos advertido cómo, cuando va por la calle, se le va la vista detrás de cualquier efebo que se le cruce. Eso le ha valido innumerables choques con farolas, caídas en charcos y torceduras de tobillo. Pero ése es todo el riesgo que la sexualidad tiene para él. Su libido, aparentemente, es contemplativa y cerebral y se contenta con lo que ve e imagina. En el fondo a muchos nos gustaría tener una libido domesticada como la suya y poder responder con aplomo a las asechanzas de la carne: “Sexo no, por favor, que uno está bien educado y tiene modales”.

F. se ha leído todos los libros que merecía la pena leer y algunos de los que no. Su conversación es lúcida y despiadada. No se cree el mundo ni las personas, empezando por sí mismo. Piensa que todo es un obra de teatro compuesta por un escritor que se volvió loco y que salimos al escenario sin tener ni idea de cuál es nuestro papel. Lo único que espera de sus semejantes es que le proporcionen chismes y cotilleos, porque estima que la ridiculez es lo único que los humanos hacemos a la perfección. Por eso hablar con él es como una montaña rusa. Puedes pasar de considerar por qué el autoanálisis comienza con San Agustín de Hipona y terminar riéndote de Rodríguez, que hace tres años que no hace más que salir con chachas paraguayas veinte años más jóvenes.

Pero lo mejor es cuando comienza con sus anécdotas, porque es capaz de convertir cualquier nadería en un suceso metafísico que probaría algo peor que la inexistencia de Dios: que estamos en manos de un Creador borracho. Por ejemplo…

Por la tarde, después del trabajo, al regresar a casa, voy a la cocina y me preparo un té verde. Luego me siento en la mesa de la cocina a leer “La Vanguardia”. Apenas me he sentado, veo por el rabillo del ojo que aparecen dos cucarachas del tipo “Blatella germánica”. Es un tipo de cucaracha un poco regordeta que tiene la ventaja de que no vuela a diferencia de su prima, la “Gromphadorhina portentosa” de Madagascar, a la que tuve la desgracia de conocer la única vez que estuve en África. Desde entonces no he vuelto a viajar más allá de Fuenterrabía.

Mis cucarachas son educadas y no vuelan. Una de las cucarachas se pone encima del microondas y lo utiliza como otero para dominar la cocina. La otra, más tímida, asoma desde el fregadero como esas señoras de las películas antiguas que atendían a los visitantes recién salidas de la ducha, apenas envueltas en una toalla, por la puerta entreabierta.

Me hacen compañía mientras tomo mi té. Me parece que me miran con cierta pena, no sé si porque les parece muy escaso para alguien que vuelve del trabajo o porque el té no deja ningún poso que pudieran aprovechar. Seguramente moverían las antenas con más alegría si me vieran con una tostada de mantequilla o un cruasán, que nos alimentarían mejor a los tres. Pero bueno, no voy a dejar que unas cucarachas interfieran en mis pequeños placeres.

La otra tarde apenas me hube sentado a tomar el té y antes de que hubiera desplegado “La Vanguardia” noté que solo estaba la cucaracha del microondas y yo diría que me miraba con más pena que nunca, como si me quisiera hacer partícipe de alguna noticia terrible. Sentí desasosiego, un poco como la madre cuyo hijo fue a la guerra y a la que traen un telegrama, que no quiere abrir. Miré a la cucaracha acongojado y le dije: “¿Dónde está tu compañera, cucaracha? ¿Dónde?”

 

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