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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El opositor (1)

Emilio de Miguel Calabiael

Cuando su madre murió, Eduardo se dio cuenta de que se había quedado muy solo. Durante todos esos años habían creado un mundo de dos, un mundo en el que no necesitaban a nadie más. Cuando él volvía de la notaría, solían salir a dar un paseo o se metían en algún cine; los viernes tocaba teatro y los fines de semana ir a algún hotelito de la sierra a respirar aire puro. Era una vida de pequeños placeres, que dejaban pasar instalados en un sofá de monotonía, donde no había más sorpresas que la factura del fontanero, más elevada de lo esperado, o la llamada de la prima de Murcia de la que hacía años que no tenían noticias.

Hubiera podido casarse y pretendientes no le faltaron. No era ni guapo, ni divertido, pero el ser notario compensaba esas dos carencias. Él decía que se hubiera casado con Massiel, a la que conoció en la universidad y que le dejó fascinado; ella hubiera sido la mujer perfecta, pero nunca se fijó en él. Si le replicaban que eso era una boutade y que no les convencía, entonces se sinceraba. Su madre era la mujer perfecta para él. ¿Qué otra mujer le hubiera dado el mismo cariño que ella? ¿Con qué otra mujer se lo habría pasado también como se lo pasaba con su madre cuando iban al teatro? Su madre era culta y sabía hablar de todo, era cariñosa, un ama de casa perfecta… No, era imposible encontrar una mujer que estuviese a su altura.

Las primeras tardes sin su madre fueron tardes oscuras, en las que no transcurría el tiempo. Deambulaba por la casa sin objetivo y había instantes en los que olvidaba brevemente lo que había pasado y esperaba que su madre en cualquier momento cruzase por el umbral de la puerta. Se sentaba a ver la televisión en su sofá monótono y en su cabeza quedaban encerrados todos los comentarios y los chistes que habría hecho, si hubiese tenido a su madre al lado. A veces daba algún paseo, pero ya no eran como los de antes. Andando solo se sentía como un sintecho, empujando un carrito invisible lleno de cartones de tristeza y aburrimiento. Ir al cine ya no tenía encanto. La idea de estar en una sala grande, rodeado de desconocidos, y luego, al salir, no tener con quién tomar una tónica y charlar sobre la película, le acongojaba.

Fue una de esas tardes eternas de aburrimiento, en la que se le ocurrió que podía preparar a opositores a notarías. Así cada tarde, tendría un par de horas de compañía, aunque sólo fuera para hablar sobre la constitución de compañías mercantiles y los contratos prenupciales. Como se manejaba mal con los ordenadores, corrió la voz entre sus amistades de que se metía a preparar y colocó algunos carteles en la Facultad de Derecho.

Tres meses después le llegó su primer opositor. Se llamaba Fernando. Era de Sevilla. Era alto y musculoso, con un cuerpo no de gimnasio, sino de monterías y de largos paseos por las fincas de su familia. Tenía la tez morena y los ojos azules y más que para opositar parecía haber nacido para marchar por pasarelas de moda y cenar en restaurantes de lujo donde el champán fuese francés y la carta no trajese los precios, porque sólo a los plebeyos les preocupa la factura final de una langosta thermidor y unos raviolis de centollo y trufa.

Fernando cantaba los temas con soltura, casi como si estuviese en una tertulia de amigos y conseguía que hasta los censos enfitéuticos fueran entretenidos. Era de esas personas tan inteligentes que casi parece que ya estén de vuelta de todo, porque fueron a todas partes antes de que los demás humanos se hubieran levantado de la cama. Pero la clave estaba en el “casi”. Fernando no estaba de vuelta de todo, sino yendo a todas partes lleno de entusiasmo, pero con una extraña sabiduría que le hacía anticipar que al final le decepcionaría donde quiera que llegase, porque el mundo está hecho para decepcionarnos, y lo que cuenta es saberlo y disfrutarlo. Nada es nunca tan grave que no se pueda brindar con champán francés para quitarle hierro y reírse un poco. Y son dos ya las veces que sale el champán francés, porque era la bebida que mejor describiría a Fernando: elegante, pero descocada, serio cuando esta en la botella y alocado cuando se pone a burbujear en la copa.

No sabía por qué le hacía pensar en Narraboth, el capitán de la guardia de Herodes en “Salomé”, con su presencia imponente y su destino trágico. Pero no, Fernando no tendría un destino trágico. Pertenecía a la casta de los que han recibido el mundo en herencia y él tenía la gracia de los que además saben ponérselo por montera.

Las visitas de Fernando los jueves eran momentos de celebración y, aunque no lo reconociera, vivía toda la semana para ese momento. En muy pocas semanas creó un ritual en torno a las visitas. Se ponía chaqueta y corbata, como si estuviera en el despacho, y se calzaba los zapatos que sólo se ponía para ir a la ópera con su madre. Desde veinte minutos antes de las siete, ya estaba sentado en el sofá, calmando la impaciencia con una copa de fino. A las siete en punto, ni un minuto antes, ni un minuto después, sonaba el timbre. Eduardo le abría la puerta y le invitaba a pasar al salón. Desde la segunda sesión, convirtió en costumbre que se sentasen en el tresillo del salón. Le pareció que en su despacho la mesa establecía una distancia incómoda. Él quería que Fernando se sintiese como si estuviese con un amigo más que con un preparador.

Muy pronto las sesiones de preparación comenzaron a alargarse. Tras los temas, se ponían a hablar de sus aficiones, que tenían muchas en común. Hablaban algo de la vida o más bien hablaba Fernando y Eduardo escuchaba. Era oyéndole hablar de los grandes restaurantes de París, de sus monterías en Extremadura, de sus viajes en velero en las Baleares, que Eduardo se ponía a pensar que a lo mejor hubiera debido salir un poco más y que sí, que fue muy feliz con su madre, pero había otras cosas que no… Pero aún estaba a tiempo de ver ese otro lado de la vida, aunque fuera a través de los ojos de Fernando, que ya dije que eran azules, pero se me olvidó añadir que tenían la tonalidad del mediterráneo en agosto.

A las nueve Fernando se incorporaba de repente. “Me lo he pasado muy bien, pero me tengo que ir”, era su despedida habitual. A Eduardo le encantaba oír lo de que el otro se lo había pasado muy bien. Pensar que Fernando le dedicaba dos horas semanales y que las disfrutaba, le hacía creer que él también participaba de ese mundo tan vasto y tan emocionante, aunque sólo fuera viéndolo por la rendija de la puerta. Le enorgullecía decirse que algún día, cuando Fernando fuese alguien importante, porque no había duda de que llegaría lejos, a veces hablaría de aquel preparador solitario al que conoció en su juventud.

Un jueves, cuando Fernando ya estaba haciendo el ademán de marcharse y la pena negra empezaba a subirle por la garganta, soltó de sopetón: “¿Y si saliéramos una noche a cenar a algún restaurante de postín?” Casi se arrepintió después de haberlo dicho. Él no era de arrebatos y no sabía cómo se tomaría Fernando una propuesta tan intempestiva.

Fernando sonrió,- decir que tenía sonrisa de anuncio de pasta dentrífica, sería un tópico y plebeyizaría esa sonrisa perfecta, pero es imposible encontrar una manera distinta de describirla. Le había hecho gracia lo del “restaurante de postín”; la última vez que había oído esa expresión fue a su abuelo y asociaba la idea a peñas, puros habanos y domingos. “Hecho”.

 

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