Me gusta la literatura y me gusta la Historia. Por eso, cuando escribo un cuento ambientado en otra época, intento cuidar los detalles, que no se me cuele ningún anacronismo y que todo sea verosímil. Hay veces que la búsqueda de los detalles, es casi tan divertida como la escritura del cuento en sí misma.
La reacción de la población soviética cuando se entero de la muerte de Stalin fue la que describo en el cuento: tristeza y abatimiento. Les habían educado en el culto a la personalidad. Más tarde la II Guerra Mundial había contribuido a ensalzar la imagen de Stalin como el líder que llevó a su pueblo a la victoria sobre el invasor nazi. Evidentemente en la historia oficial se pasaba de puntillas sobre el Pacto Ribbentrop-Molotov de 23 de agosto de 1939 y sobre el estupor catatónico en el que cayó Stalin en los primeros días de la invasión, que le pilló completamente por sorpresa, por más que los servicios de inteligencia británicos le hubiesen prevenido.
Incluso allí donde el culto a la personalidad fallaba un poco, estaban el miedo, la necesidad de interiorizar lo que decía el régimen sobre Stalin para poder funcionar como un ciudadano soviético normal y la falta de otras fuentes (¿dónde habría podido alguien informarse libremente o, simplemente, oír críticas contra Stalin?). Orlando Figes en “The Whisperers” recoge los testimonios de quienes vivieron el stalinismo y cómo sobrellevaron una sociedad en la que ser un individuo podía ser peligroso para la superviviencia.
Lo increíble es que después del famoso discurso de Jruschov del 25 de febrero de 1956 sobre el culto a la personalidad a Stalin (cierto que fue secreto, pero de él arrancó una desestalinización pública) y de la Glasnost de Gorbachov, Svetlana Alexiévich en “El fin del Homo Sovieticus” aún recoge frases, pronunciadas en los 90 y después, de este jaez: “El camarada Stalin es el único que podría salvarnos [se refiere del capitalismo]. ¡Ay, si nos lo devolvieran aunque fuera por un par de días! ¡Que los fusile a todos y se vaya después a descansar para siempre!” “Yo soy un hombre sencillo y Stalin dejaba en paz a la gente humilde.” “Sin Stalin, sin el Partido de Stalin, no habríamos ganado la guerra jamás.” “Yo propongo restituir los monumentos al gran Stalin, a nuestro líder.”
Ahora me apetece comentar algunos detalles del cuento que incluí para darle más realismo histórico y que si no los comento yo, nadie se va a dar cuenta, con el trabajo que me costó.
Lo primero es que los protagonistas se ponen a hablar en la cocina del apartamento. Transcribo otro testimonio recogido por Svetlana Alexievich: “Nuestras cocinas eran mucho más que el espacio de la casa destinado a preparar los alimentos: servían también de comedor, de salón donde recibir a las visitas, de despacho y de tribuna. Un espacio donde realizar sesiones de psicoterapia de grupo (…) cocinas propias en las que criticar al poder sin temor, porque a nuestras cocinas sólo accedían los nuestros.” En una sociedad sin bares donde uno pudiera reunirse con los amigos para hablar libremente, las cocinas cumplían esa función.
Eso sí, reconozco que la descripción de la escena es un poco anacrónica. Cuando murió Stalin lo normal era vivir en apartamentos comunales, que compartían la cocina. No creo que en 1953 hubiera muchas cocinas como las del cuento. En fin, es una pequeña licencia que me he tomado.
Los dos versos que se le vienen de repente a la cabeza a Natasha (“Sus bigotes de cucaracha parecen reír/ y relumbran las cañas de sus botas”) pertenecen a una oda a Stalin muy famosa y muy sarcástica de Osip Mandelstam. Sus primeros ocho versos son: “Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,/ nuestras palabras no se escuchan a diez pasos./ La más breve de las pláticas/ asciende, quejosa, al montañés del Kremlin./ Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos,/ y sus palabras como pesados martillos, certeras./ Sus bigotes de cucaracha parecen reír/ y relumbran las cañas de sus botas.” Mandelstam leyó esta poesía a un reducido grupo de amigos en el año 1937. Uno de ellos le delató y Mandelstam se convirtió en un apestado, hasta que finalmente fue arrestado y llevado al gulag, donde murió. La historia de su ostracismo, patética y angustiosa, la cuenta su esposa Nadezhda Mandelstam en el libro “Contra toda esperanza.”
Me he tomado la pequeña libertad de suponer que Natasha conocía el poema. Pero dudo que circulase mucho. Era demasiado osado para una sociedad educada en el culto a la personalidad y el miedo al KGB.
Los fragmentos que transcribo del ‘Himno a Stalin” de Avidenko son reales. Por su carácter es posible que circulasen abundantemente. He intentado en vano encontrar más información sobre Avidenko. Los poetas turiferarios tal vez tengan vidas más largas y cómodas, pero son los poetas libres y auténticos como Mandelstam los que al final perduran.
Y termino con dos detallitos de friki auténtico.
La medalla de maternidad de segunda clase existía. Se creó en 1944 y se entregaba a las madres que hubiesen educado a cinco niños, a condición de que los cinco siguiesen vivos. Los muertos en condiciones heroicas o militares contaban como vivos.
Yuri Levitan era el periodista que anunciaba en la radio los grandes acontecimientos. Él fue quien anunció la muerte de Stalin.
HistoriaMis cuentos Emilio de Miguel Calabiael