ABC
Suscríbete
ABCABC de SevillaLa Voz de CádizMi ABCABC
Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Contigo al fin del mundo (2)

Emilio de Miguel Calabiael

Me cuesta contar cómo fue nuestra relación. Fue tan bonita, que creo que no estaré a la altura. Me da miedo contarla tan mal que se piense que por mi parte fue un encoñamiento y por el suyo, típica historia de mujer infelizmente casada, que se echa un amante para soportar el tedio conyugal.

Podría hablar de paseos el Retiro, entre mares de hojas marrones y secas, de cenas de amor y lujo en tascas de barrio, que para nosotros eran mejores que el Ritz, de ver y no ver películas juntos, porque la verdadera película estaba en el asiento de al lado y en el juego de nuestros dedos entrelazados, de hoteles por horas en los que hacíamos el amor con la pasión de los adolescentes, de un paseo que dimos por la sierra una mañana soleada y que con un rotulador dibujamos en una roca un corazón con nuestras iniciales, de conversaciones larguísimas al teléfono, en veladores de café, en el Campo del Moro, donde nos contábamos nuestras vidas y explorábamos un pasado en el que no nos conocíamos porque, acaso, pensásemos que no tendríamos futuro.

Sí, había a veces momentos melancólicos, como si nos temiésemos que todo aquello fuese un sueño que tendría que terminarse. En esos momentos nos apretábamos las manos más fuerte y nos besábamos con más pasión, como si esa intensidad pudiera ser una barrera a lo que nos pudiera traer el futuro. Y ahora que lo pienso, resulta extraño que en ninguno de aquellos encuentros hablásemos de su marido, ni de todas las argucias a las que tenía que recurrir para arañar tiempo para nuestras citas. Tampoco hablábamos del riesgo de que un día la descubrieran, ni de la cantidad de cosas que nos estaban vedadas. La única de la que hablamos, la que más nos dolía, era la imposibilidad de pasar una noche juntos y despertar al día siguiente en la misma cama e irnos a alguna cafetería cercana a desayunar café y un croissant.

Una tarde me llamó. La noté rara, alterada. Me dijo “¿qué tal?”, como solía cada vez que me llamaba, pero después se quedó en silencio, como si no hubiese sido eso lo que me quería decir, sino otra cosa, que no le salía.

-¿Te pasa algo?- le pregunté.

– No… sí… tengo uno de esos días tontos que tenemos las mujeres…

– Pero estás bien, ¿no?

– Sí, sí- se apresuró a confirmar que estaba bien con tanta precipitación que yo entendí que no lo estaba.

– ¿Ha pasado algo?

– Que no, que todo está bien. Solo que… mañana no puedo quedar.- Habíamos quedado al día siguiente para ver una exposición de pintores hiperrealistas españoles. Yo iba por ella, porque a mí el arte…

– Vaya.- Mi decepción era real. Me apetecía tanto verla, aunque fuera para acompañarla a una exposición que me resultaba indiferente. Hacía cinco días que no nos habíamos visto y me empezaba a pesar. – Entonces, ¿cuándo nos vemos?

– No te preocupes. Ya te llamo. Adiós, amor.

No me dio tiempo a responderla. Ya había colgado. Salí de casa, di un largo paseo y terminé en el Bar Dos Castillas, tomándome un güisqui y hablando de fútbol con el camarero.

Al día siguiente Carmen no llamó. Ni al otro. Al tercer día, le mandé “¿?”, que era nuestra clave cuando yo quería hablar. Pasó un minuto, cinco, diez… y no aparecía la segunda barra del whatsapp. Podía tener el teléfono apagado o fuera de cobertura, pero no, siempre tenía el teléfono a mano por si yo quería hablar con ella. No me pude contener. Marqué su número y me respondió una voz automática: “El número que ha marcado no existe.”

Me sentí como Adán expulsado del Paraíso. Hasta que hice la llamada, yo era un hombre feliz que estaba saliendo con la mujer más maravillosa del universo. Tras la llamada, era un pobre divorciado que se sentía solo.

La busqué. Rastreé por internet, deambulé por las calles del barrio por si me la cruzaba, visité todos aquellos sitios que alguna vez me había dicho que frecuentaba: la biblioteca de la Facultad de Filología de la Complutense, un pequeño café cercano a Bailén, la sala de exposiciones de La Caixa… Y fue en esas búsquedas que me dí cuenta de lo poco que la había conocido. Había muchos datos que hubieran podido ayudarme en la búsqueda y que ignoraba. No sabía su domicilio real, ni su segundo apellido,- que el primero, García, no es que me ayudase mucho-, sabía que era de fuera de Madrid, pero no de qué ciudad…Me pregunté hasta qué punto la había querido de verdad o si lo que había amado era la imagen que me había hecho de ella. Puede que nunca me hubiera interesado la persona real, sino la que yo me había inventado.

Paré la búsqueda y me convertí en el tipo de divorciado patético que se siente solo. En otros tiempos me habría dedicado a salir de noche a las discotecas y a los pubs buscando a divorciadas patéticas que se sintiesen solas. Esta vez no me apeteció. Sentía que había perdido algo muy especial. Después de lo vivido con Carmen, temía que cualquier otra relación me decepcionaría.

Así que no me convertí en el tipo de divorciado baboso que va por las discotecas tirando los tejos a todas las mujeres con las que se cruza. No. Me convertí en el tipo de divorciado triste, que va a los bares a beber y a hablar con el camarero y con otros divorciados tristes.

Mi bar favorito era el “Dos Castillas”. Su dueño, Emiliano, me conocía desde que me vine al barrio. Emiliano era un hombre pausado y tranquilo, que no había hecho en su vida otra cosa que casarse con su primera novia, tener tres hijos, abrir el bar y poner cañas. A Emiliano le gustaba oír a sus parroquianos y que le contasen sus vidas, unas vidas mucho más movidas y tormentosas que la que él había tenido. Sospecho que le gustaba porque le confirmaba en su idea de que uno nunca debería complicarse la vida y que las existencias rutinarias son las mejores.

A las horas que yo iba, comenzaban a quedar menos parroquianos. Compañeros de trabajo que apuraban la última caña antes de volver al hogar, predivorciados que demoraban el momento de entrar en casa y todavía pedían una cañita más, adolescentes calentando motores antes de una noche de desparrame… A veces sentía la tentación de aproximarme a sus grupos y darles conversación, sobre todo las noches en las que Emiliano estaba más ocupado y no me podía hacer tanto caso. Pero siempre me han repelido los pelmazos deprimidos que andan mendigando atención en los espacios públicos. No quería convertirme en uno de ellos.

Una noche que Emiliano estaba más ocupado de lo habitual, me fijé en otro hombre que estaba en la barra, bebiendo solo y al momento lo identifiqué como a un hermano de situación. Era algo más joven que yo, llevaba gafas y el pelo muy corto. Vestía informal, pero cuidado. Llevaba una bufanda al cuello, que se había desanudado. No sé por qué al momento le identifiqué como profesor de instituto. Me acerqué a él.

– Menudo frío hace, ¿eh?- No era la manera más original del mundo para romper el hielo, pero si la otra parte está receptiva, basta.

Me miró con un poco de suspicacia primero; tenía los ojitos brillantes. Lo menos me sacaba dos copas de vino de ventaja.

– Sí,- respondió- el tiempo en esta ciudad es una mierda. La vida es una mierda.

– La vida es lo que es.- Ahí me di cuenta de que me había equivocado. Buscaba a alguien que me escuchara y había encontrado a alguien que estaba peor que yo y que se moría aún más que yo por ser escuchado.- A veces las cosas te van bien y a veces recibes palos.

– Hay más palos que cosas que vayan bien. Y hay palos de los que puede que nunca te repongas.- Lo dijo con un tono muy sombrío. Al otro lado de la barra Emiliano estaba poniendo un vaso de vino y un pincho de tortilla. Eché de menos su oído comprensivo y poco complicado.

– Sí, hay palos que duelen más que otros, pero de todos te repones.- No estaba muy convencido de lo que acababa de decir, pero había ido al bar a animarme, no ha dejarme arrastrar a un agujero por alguien más deprimido que yo.

– De algunos, no. ¿Has estado alguna vez muy enamorado?

– Sí- respondí a mi pesar y se me vino a la mente la imagen de Carmen. Estaba consiguiendo arrastrarme a su agujero.

– Yo me casé con una mujer increible. No podía creerme que yo, un simple profesor de instituto, hubiera podido lograr que una mujer tan elegante, tan guapa, tan inteligente, se hubiese enamorado de mí. Nos conocimos en un concierto en el Auditorio y al poco ya estábamos saliendo. Nos casamos poco después. Yo estaba muy enamorado, sabía que tenía un tesoro en casa.

Me dio envidia. Yo nunca pude decir eso de la mujer con la que me casé. Al mes de la boda ya sabía que me había equivocado y empezó la cuenta atrás hacia el divorcio.

– Todo lo hacíamos juntos. Éramos muy felices. Yo creo que lo que empezó a torcer las cosas fue que no pudimos tener hijos. Cuando después de tres años, vimos que no se quedaba embarazada, fuimos al médico. La culpa era mía. Poco esperma y encima de poca calidad. Intentamos la inseminación artificial. No funcionó. Le propuse que adoptáramos. No quiso. Y en todo aquello yo veía que se iba volviendo más y más triste. Ya no sonreía como antes. Yo le preguntaba y ella decía que no le pasaba nada, que era cansancio solamente. Nos fuimos distanciando. Nada serio. Simplemente que ahora cada uno prefería estar en una habitación distinta o salir solo a pasear, sin el otro. Algo se había roto. Hubiera debido reaccionar, hablar más con ella, no sé…

– Siempre reaccionamos cuando ya es demasiado tarde y la hemos perdido,- convine. Yo también hubiera debido esforzarme por conocer más a Carmen.

– Yo sabía que mi matrimonio estaba zozobrando, pero no se me ocurría nada para salvarlo. Creo que se echó un amante. De pronto la encontré más esquiva. Se iba sola de casa y pasaba fuera horas y horas. La sorprendí en alguna ocasión hablando por el móvil en plan secreto, como para que no la oyera. Apenas me veía, cortaba la comunicación. Sí, seguro que tenía un amante. Pero yo la amaba tanto, que miraba hacia otro lado, no me daba por enterado.

– A veces hay que hacerse el tonto para salvar la relación, pero cuando está condenada, no hay nada que sirva,- dije lo de hacerse el tonto por solidaridad, no porque lo pensase. Pero de lo otro sí que estaba seguro: cuando una relación está condenada, cuando se está yendo por el desagüe, la cosa ya no tiene remedio.

La lengua se le trababa cada vez más y dos lagrimitas le habían asomado los ojos. Estaba como encogido, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo para no llorar. Yo ya no sentía mi dolor, sino el suyo.

Emiliano se nos acercó. “Ya voy a cerrar”. Pagué las copas. Al final eran tres los vinos que me sacaba de ventaja. Con cuidado le ayudé a bajarse del taburete. Fuimos hacia la puerta, él renqueando y apoyándose un poco en mí.

Justo antes de salir, se paró y dijo: “Mira”. Con dedos inseguros rastreó en el bolsillo y sacó una cartera. La abrió y me mostró una foto. Había poca luz, pero me pareció que era Carmen. Estoy casi seguro de que era ella. “¿A que es guapa mi Amparo?”, añadió con una mezcla de dolor y de orgullo de legítimo propietario.

– Tiene cara de llamarse Carmen,- le dije.

No hizo caso a mi comentario. Salimos a la calle. Ahora sí que se apoyaba descaradamente en mí. Se giró, me miró detenidamente un momento, me estrechó con fuerza y dijo con voz pastosa: “Tú, sí que eres un amigo. Contigo al fin del mundo”.

 

 

Mis cuentos Emilio de Miguel Calabiael

Post más recientes