El tercer autor beatnik que Ginsberg analiza es Gregory Corso. Reconozco que Corso es un autor que me desconcierta tanto que no estoy ni tan siquiera seguro de si me gusta. Por ejemplo, tomemos “La Saloma del Mar”: “Mi madre odia el mar/ mi mar especialmente/ Le advertí que no/ era todo lo que podía hacer/ Dos años después/ el mar se la comió”. Parece un poema sin sentido para niños, pero… tal vez sea un poema para niños perversos polimorfos freudianos.
Otro poema, nada infantil, pero que golpea a base de imágenes de gran fuerza es “En la Morgue”: “Me acuerdo de haber visto sus fotos en los papeles;/ Desnudos parecían más fuertes,/ La bala en mi estómago demostraba que estaba muerto./ Miré al embalsamador desenroscar la tapa de la botella./ Me examinó y sonrió a mi minuto de vida de muerto/ Entonces volvió a los dos cuerpos al otro lado/ y siguió desenroscando (…)”
Algo más adelante, Corso experimentaría con las asociaciones. Asociar dos palabras o conceptos que aparentemente no tienen nada en común es una manera muy buena de desarrollar la creatividad y puede llevar a sitios muy interesantes. Corso comparaba su método con las improvisaciones jazzísticas. Quería crear belleza a base de imágenes inesperadas y contradictorias. En palabras de Ginsberg: “Belleza como lo inesperado, como un camión de bomberos que te cae de la boca. Belleza como fealdad, belleza como discordia, belleza como contradicción, belleza como sorpresa, belleza como irrealidad, belleza como cualquier cosa salvo lo esperado. Belleza como el viejo feo ego. Belleza como un niño tonto en el Lower East Side”. El resultado podían ser poemas extraños como “No disparen al facochero”: “Un niño vino a mí/ balanceando un océano en un palo./ Me dijo que su hermana estaba muerta,/ le bajé los pantalones/ y le di una patada (…)” Aún uno sé si es una humorada genial o una tomadura de pelo, pero indiferente del todo no me deja.
A partir de ahí otro experimento de Corso fue escribir poemas en los que cogía un concepto e introducía todos los cambios posibles que el concepto pudiera aceptar. Su método lo explicó en un poema llamado “Discordia”, que empieza diciendo: “¡Oh, me gustaría romperme los dientes/mediante la expresión de un radiador!/ ¡Digo que debo mellar lo que da calor!/ ¡Mellar! Sin mirar la tradición de mi boca (…)” A Gisberg esta etapa de Corso le entusiasmó, pero a mí me deja bastante frío. Creo que me quedo con el niño que balanceaba océanos en un palo.
Kerouac fue el que de alguna manera creó el movimiento beatnik, pero Ginsberg fue el que más vivió y el que más habló de él. Bueno, Ginsberg era el que más hablaba sobre cualquier cosa. Hay gente que no se calla ni debajo del agua. Por ello, mucha de nuestra visión sobre los beatniks está teñida de las interpretaciones del propio Ginsberg. Evidentemente, en un libro sobre la generación beatnik, Ginsberg no podía dejar de hablar del propio Ginsberg.
Ginsberg llegó a Nueva York en 1944 con muchos libros en la cabeza y cero experiencia de la vida. El encuentro con los primeros beatniks le cambiaría la vida. Sus primeras composiciones tienen un tono clásico y son de las que más me gustan. Tal vez eso diga más sobre mí mismo que sobre Ginsberg. Hay un poema titulado “El jardín de un amante” que me encanta: “Cuán en vano los amantes se maravillan, todos/ de hacer un cuerpo, mente, y alma,/ que ganando una noche en blanco de gracia,/ llorará y sentirá rabia durante un año de días,/ o reflexionar por siempre sobre un beso…”
Pronto, bajo la influencia de sus amigos, comenzaría a experimentar (y no sólo con su sexualidad, que había llegado virgen a Nueva York y corregiría esa carencia con celeridad y entusiasmo) y escribiría poemas como “Tira de mi margarita”, que comienza diciendo: “Tira de mi margarita/ inclina mi taza/ todas mis puertas están abiertas/ Corta mis pensamientos/ como cocos/ todos mis huevos están rotos…” Menos mal que está el poeta para explicarnos que, por ejemplo, lo de cortar pensamientos como cocos significa que sus pensamientos se han vuelto tan sólidos que habría que abrirlos como se abre un coco, tarea no especialmente sencilla.
Ginsberg explica que, en algunos de estos poemas, quería mostrar cómo de la corriente de pensamientos abstractos que a menudo nos envuelve, en ocasiones se produce un pequeño sismo y nos vemos de vuelta en la realidad, de la que a menudo estamos muy alejados. Así en “Una institución sin sentido”, Ginsberg dice: “Me dieron mis sábanas, y una litera/ en una sala inmensa,/ rodeado por centenares de/ hombres y mujeres llorando, en decadencia/ Me senté en mi litera, la tercera de tres/ próxima al techo,/ mirando hacia abajo los pasillos grises. (…)” Aquí no hay florituras intelectuales, sino simples hechos fríos, todo pegado a la realidad.
Inevitablemente, en su curso, Ginsberg aborda su poema más famoso, “El Aullido”. Lo comenzó decidido a escribir lo primero que le saliese, en lugar de escribir un poema regular. En el arranque se dejó llevar por la influencia de William Carlos Williams, Yeats, Blake y el Shakespeare de “Hamlet”. Buscó crear contradicciones que creasen fogonazos en la mente; dejó que una línea de pensamiento se expandiese a otras líneas y a más improvisaciones, de forma que el poema se convirtiese en una suerte de aluvión. El resultado es el poema más leído y controvertido del movimiento beatnik, un poema que se lee como el encantamiento de un profeta entre enloquecido e iluminado. Coloco el inicio del poema según la traducción de Rodrigo Olavarría:
“Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas,
arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo,
hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna,
que pobres y harapientos y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando en la oscuridad sobrenatural de apartamentos de agua fría, flotando sobre las cimas de las ciudades contemplando jazz,
que desnudaron sus cerebros ante el cielo bajo el El y vieron ángeles mahometanos tambaleándose sobre techos iluminados,
que pasaron por las universidades con radiantes ojos imperturbables alucinando Arkansas y tragedia en la luz de Blake entre los maestros de la guerra,
que fueron expulsados de las academias por locos y por publicar odas obscenas en las ventanas de la calavera,
que se acurrucaron en ropa interior en habitaciones sin afeitar, quemando su dinero en papeleras y escuchando al Terror a través del muro…”
El libro termina volviendo a Kerouac y a consejos que da para aspirantes a prosistas. Por ejemplo: “Emborrona cuadernos secretos y páginas salvajes escritas a máquina [hoy diríamos escritas al ordenador, que es más práctico, pero menos poético] para tu propio disfrute.” Me encanta este primer consejo. Si no disfrutas escribiendo, plantéate dedicarte a otra cosa. La plantación de guisantes, por ejemplo, es una dedicación muy noble. Otro consejo, más filosófico que literario, es “Acepta la pérdida para siempre”. Es un sabio consejo cuando vives en un universo impermanente y entrópico. “Esfuérzate para esbozar el flujo que ya existe intacto en la mente”, o sea, escribe lo que te vaya surgiendo naturalmente y según el orden en que los pensamientos van emergiendo, aun cuando sepas que ese flujo mental siempre será más rápido que tu pluma.
Y el mejor consejo para terminar, sobre todo para los escritores con tendencia al bloqueo y a la duda: “Eres un genio todo el rato.”
Literatura