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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Ortodoxia (y 2)

Emilio de Miguel Calabiael

Después de haber visto lo que ataca, que es mucho, veamos qué es lo que defiende.

Lo primero que defiende es obviamente el cristianismo. Si no, el libro no se habría llamado “Ortodoxia”. Fueron los pensadores ateos los que, al criticarlo, le llevaron al cristianismo. Lo primero que le llamó la atención en sus ataques eran que acusaban al cristianismo de ser una cosa y su contraria. Por un lado le acusaban de pesimismo y de impedir a la gente buscar la alegría en la naturaleza y por otro le echaban en cara que ofreciese optimistamente el consuelo de la Providencia divina. Un escéptico lo tildaba de pesadilla y otro de paraíso para incautos. Le reprochaban la mansedumbre y la sumisión de los monasterios y al mismo tiempo el derramamiento de sangre de las cruzadas.

Oyendo esas críticas vino a pensar que lo mismo el cristianismo fuera lo más normal y fuesen sus críticos los que estuvieran locos. El pacifista le acusa de promover guerras y el belicista de inculcar la mansedumbre. Chesterton deduce que tal vez lo que sucede es que el cristianismo propugna la combinación adecuada de pacifismo y beligerancia. Allí donde el paganismo pensaba que la virtud radicaba en el equilibrio, el cristianismo la basaba en el conflicto, en la colisión de virtudes aparentemente opuestas. Un ejemplo de las contradicciones del cristianismo sería la valentía que Chesterton define como “un fuerte deseo de vivir que adopta la forma de una especie de disposición para morir”. Un ejemplo muy bueno que pone Chesterton para explicarlo: un soldado, que esté rodeado de enemigos, para sobrevivir tiene que combinar un fuerte deseo de vivir con una extraña despreocupación por la muerte; si se limita a aferrarse a la vida sin más, seguramente actuará como un cobarde y la perderá. Aquí viene muy a propósito la frase de Jesucristo: “Quien por mí pierda la vida, la salvará.”

Chesterton se explaya sobre esta unión de los opuestos y su superioridad sobre sistemas como el pagano o el racionalista, que no la tienen. La Iglesia mezcla pasiones contrapuestas, pero cada una no se diluye en la otra, sino que conserva su pureza. Hay un párrafo que me gusta por lo explicativo: “San Francisco, al alabar todo lo que es bueno, puede ser más optimista que Walt Whitman. San Jerónimo, al denunciar todo lo que es malo, puede pintar un mundo más sombrío que el de Schopenhauer. Ambas pasiones son libres porque ocupan su sitio.”

En el fondo el cristianismo responde a las extrañezas de la vida. El cristianismo no sólo descubrió las leyes que rigen las cosas, sino que también previó las excepciones. Supo mezclar compasión y severidad, porque sabe que nadie quiere que le perdonen un gran pecado como si fuese pequeño. Descubrió que era posible ser desdichado y que ello no impidiera ser feliz. El paganismo es la fría simetría de la columna jónica. El cristianismo, la catedral gótica, llena de irregularidades que se contrapesan y dan equilibrio al conjunto.

Todo lo anterior hace que la ortodoxia lejos de ser aburrida, monótona y previsible, sea algo peligroso y emocionante, algo que está en un permanente equilibrio inestable.

Desde su visión de la ortodoxia, defiende un concepto de democracia que es como el pan recién hecho de todos los días, como algo cotidiano y no extraordinario, que se basa en que “lo esencial en los hombres es lo que tienen en común y no lo que les separa”. En estos tiempos de politólogos y analistas sesudos, resulta reconfortante leer: “La creencia democrática se resume en que las cosas más importantes, como el apareamiento entre los sexos, la crianza de los hijos o las leyes del Estado, conviene dejárselas a las personas normales”. La democracia consiste en creer en el consenso de las voces normales y eso la entronca con la tradición, que no es más que el saber acumulado por generaciones. Quien ataca a la tradición, está asumiendo una posición elitista, no muy distinta del que afirma que los habitantes de los barrios obreros no deberían votar, porque son ignorantes. La Iglesia ha dado respuesta a esto, recordando que los obstáculos para desarrollar una moralidad adecuada existen más en las casas acomodadas que en las pobres.

Frente a Carlyle que exaltaba al héroe y afirmaba que debe gobernar quien se vea capaz de hacerlo,- receta peligrosísima en estos tiempos populistas-, defiende la humildad cristiana que dice que “debe gobernar quien no se crea capaz de hacerlo”. El mecanismo del voto ayuda precisamente a que den su opinión aquellos que normalmente son demasiado modestos como para darla.

Aquí aprovecha Chesterton para defender las virtudes de un dogma, que generalmente causa repelús: el del pecado original. El pecado original es la mejor receta contra las oligarquías. ¿Por qué nadie sería superior, si todos hemos nacido con la misma mancha? El pecado original es una de las bases de la democracia.

De alguna manera complementario del pecado original es el libre albedrío, que Chesterton defiende. Chesterton critica la tendencia que comenzó en su tiempo de tratar a los criminales como enfermos. Para él, un criminal es alguien que, en uso de su libre albedrío, ha optado por el mal.

Otro dogma que defiende a machamartillo es el de la Santísima Trinidad. “El dios complejo del credo atanasista puede ser un enigma para el intelecto; pero es mucho menos probable que reúna el misterio y la crueldad de un sultán que el dios solitario de Omar o Mahoma”. El dios solitario es un sátrapa oriental. La Trinidad es un consejo en el que “la compasión participa tanto como la justicia”. La Trinidad participa del sentido de sociabilidad del hombre. “El propio Dios es una sociedad”. Reconozco que como argumento teológico me parece un poco insuficiente y que aquí veo más al Chesterton polemista genial e intenso, que al teólogo reflexivo y con buenos argumentos.

Defiende los cuentos de hadas, que considera más razonables que el racionalismo al uso. Juanito el Matagigantes enseña que hay que matar a los gigantes por ser gigantescos. Es una lección contra el orgullo. La Cenicienta enseña la humildad y la Bella y la Bestia que “hay que amar las cosas antes de que sean amables”. La Bella durmiente enseña tal vez la lección más vital de todas: recibimos muchos dones cuando nacemos, pero también recibimos la maldición de la muerte.

Contrapone la razón fría con la razón de los cuentos de hadas. En la primera la manzana siempre caerá, golpeará a Newton en la nariz y le hará descubrir la ley de gravedad. En la segunda, la manzana podría decidir no aterrizar en la nariz de Newton, sino volar furiosa por el aire para golpear a otra nariz que le inspire mayor aversión. “En los cuentos de hadas siempre hemos respetado esa clara distinción entre la ciencia de las relaciones intelectuales, en la que hay leyes verdaderas, y la ciencia de los hechos físicos, en la que no hay leyes, sino extrañas repeticiones.” El argumento, que es tan gracioso como poco sólido, es una crítica a los científicos que reducen la realidad a un mecanismo de causas y efectos, que le quita todo lo maravilloso al universo. Es el argumento de un niño que sigue viviendo en un mundo encantado donde la única ley que funciona es la de lo fantástico.

Y ese niño, con todas sus disquisiciones sobre los cuentos de hadas, de pronto lanza un dardo a los adultos sabihondos que es difícil de esquivar: “Todos hemos olvidado quiénes somos. Podemos entender el cosmos, pero nunca el ego: el ser es más distante que cualquier estrella (…) Hemos olvidado lo que somos en realidad. Eso que llamamos sentido común, racionalidad, pragmatismo y positivismo significa sólo que en ciertos niveles recónditos de nuestra vida olvidamos que hemos olvidado. Eso que llamamos espíritu, arte y éxtasis significa sólo que, por un terrible instante, recordamos que olvidamos.”

Chesterton era un autor muy inglés, un autor que uno no se imagina en otro país ni en otro tiempo. Así pues, no es extraño que aproveche el ensayo para defender el patriotismo, que es un patriotismo muy sentimental e infantil, un patriotismo que sólo iría a la guerra si los proyectiles fuesen caramelos. “La clave no está en que este mundo [el argumento también sirve para la patria] sea demasiado triste para amarlo o demasiado alegre para no amarlo, sino que, cuando amamos algo, su alegría es una razón para amarlo y su tristeza una razón para amarlo aún más.”

Hay que amar las cosas porque sí y entonces las cosas, sabiéndose amadas, se volverán amables. Amar las cosas por una razón es la manera de echarlas a perder. Hitler amaba a Alemania porque era superior y la condujo a la destrucción. El amor por una razón es un amor condicional. Chesterton pone el ejemplo de quien ama a Inglaterra por ser un imperio que domina a los indios. ¿Eso significa que dejaría de amarla si dejase de dominar a los indios? Quien la ama porque sí, la seguirá amando a pesar de las tormentas y aunque haya perdido a los indios o haya votado que sí al Brexit (reconozco, por si había alguna duda, que esto último es una imagen mía y no de Chesterton). Quien ama algo sin motivo alguno, probablemente lo mejore. Un buen taoísta diría que lo mejora porque no interfiere en el flujo de las cosas. Por cierto que ese amor al que alude Chesterton es cualquier cosa, menos un amor ciego. Es tenaz, pero no ciego.

Trasladando ese amor patriota hacia el cosmos, las grandes preguntas que se hace Chesterton son: “¿Podemos odiarlo [el mundo] lo bastante para cambiarlo, y amarlo lo suficiente para creer que vale la pena cambiarlo? ¿Podemos contemplar sus enormes dosis de bondad y no sentirnos inclinados sin más a dar nuestra aprobación [aquí me parece que Chesterton es muy perspicaz. Damos nuestra aprobación sin más a aquello que no nos importa]? ¿Podemos contemplar sus enormes dosis de maldad y no desesperarnos sin más?”

Con ese amor a la existencia, no es de extrañar que para Chesterton el suicidio sea el peor de los pecados, ya que es “la negativa a interesarse por la existencia y a pronunciar el juramento de fidelidad a la vida. Quien mata a un hombre, mata a un hombre. Quien comete suicidio, mata a todos los hombres y, por lo que a él respecta, borra el mundo de un plumazo.” El ladrón, con su acción, está rindiendo homenaje a la cosa que roba. El suicida insulta al universo, le dice que nada de lo que contiene le puede retener. Chesterton contrapone el suicida al mártir. El mártir “es algo que aprecia tanto lo que le rodea que renuncia a su propia vida”. El suicida, en cambio, “es alguien a quien le importa tan poco lo que le rodea que desea verlo desaparecer”.

He intentado resumir algunas de las ideas más atractivas que he encontrado en el libro, pero no sé si lo he conseguido y aun cuando lo hubiera conseguido, lo habría hecho con mucha menor brillantez que Chesterton. Es un libro caótico y apasionado, como una roca veteada de pepitas de oro, que hubiera que ir entresacando lentamente. Acaso no convenza al hombre del siglo XXI, que puede que le eche en cara el desorden con el que está escrito. Pero se trata de un desorden en el que merece la pena adentrarse.

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