La trama de “Madrid era una fiesta”, la última novela de Pedro Herrasti, es sencilla. A Jorge Blanco, un militar vividor, mujeriego, tarambaina y muy seductor, que ha sido apartado del Ejército por corrupto, le proponen su rehabilitación a cambio de que se infiltre en la Residencia de Estudiantes y resuelva el asesinato de Juan Morales, un policía torpe y obtuso, que a su vez había estado infiltrado en la Residencia para investigar potenciales tramas subversivas en la misma. La verdad es que lo de menos es la trama. Lo realmente fascinante es la descripción que hace Herrasti del Madrid de 1924. El cuidado que ha puesto en la ambientación es inmenso y pocas veces he leído a nadie más minucioso. A cada página, no podía menos de decirme a mí mismo: “¡Cómo se lo ha currado!”
Para empezar están los personajes históricos que pasan por sus páginas, algunos tan estrafalarios que, si no estuviesen documentados, uno pensaría que vienen de la imaginación del escritor. Uno de los más notorios es Armando Buscarini, un poetastro que desembarcó con catorce años en la bohemia madrileña con el sobrenombre de “el niño poeta”. Era un hombre excesivo y desquiciado que terminó sus días en un asilo para lunáticos. En la etapa en la que le presenta Herrasti, Buscarini ya se iba acercando a la locura a pasos agigantados. Vivía en la miseria y vendía sus libros en la calle de Alacalá. Sobre el pavimento extendía una manta sobre la que colocaba sus libros y al grito de “¡Hay que ayudar al poeta!” trataba de venderlos.
Otro bohemio estrafalario, que gracias a una herencia terminó de burgués, era Emilio Carrere. Carrere comenzó como poeta modernista. Astuto como era, supo ver que el modernismo estaba acabado, a diferencia de otros como Francisco Villaespesa, y se reconvirtió en escritor de novelas populares, tarea en la que tuvo un éxito tan grande como incomprensible. Su mayor éxito fue “La torre de los siete jorobados”, una obra maestra de la desvergüenza. El editor Palomeque le había encargado una novela a cambio de una suma abultada. Carrere le entregó un manuscrito cuya primera parte estaba compuesta por capítulos de una novela que había publicado un par de años antes. Seguían varios folios en blanco para hacer bulto y terminaba con capítulos de otra de sus novelas. Palomeque encargó a Jesús de Aragón, un escritor de cuarta, que por esas fechas estaba intentando entrar en el mundo literario, que terminase la novela de Carrere como pudiese. Herrasti cambia un poco la historia: en su obra Jesús de Aragón le pasa el encargo a Jorge Blanco, que se convierte así en el último peldaño del mundo literario: el negro de un negro. Jorge tiene que aceptarlo porque es imprescindible para la imagen con la que se infiltrará en la Residencia. Allí será un oficial apartado del Ejército por sus ideas subversivas, que quiere abrirse paso en la literatura.
Aparte de esos seres estrafalarios, todo el que fue alguien en la década de los veinte y treinta en el Madrid artístico, cultural y político, figura en la novela de Herrasti. Una cosa que me ha encantado es su iconoclastia. Algunas de las vacas sagradas del período, colocadas en pedestales por políticos y periodistas ignorantes, son descritas de manera despiadada. Pero ojo, no es Herrasti quien los fustiga. Él se limita a transcribir lo que era vox populi sobre los sujetos.
Por ejemplo, Miguel de Unamuno, convertido en héroe de la libertad y personaje íntegro e insobornable en la película “Mientras dure la guerra” de Alejandro Amenábar, en las páginas de “Madrid era una fiesta” aparece retratado así: “… Miguel de Unamuno siempre me pareció un tipo insoportable: pagado de sí mismo y dispuesto a dar lecciones de lo que fuera a quien se le pusiera por medio. Pocos hombres había en el mundo intelectual más soberbios. El único mérito que le reconozco es haber logrado la titánica tarea de ser más insoportable que sus libros.”
La descripción de Unamuno es casi elogiosa comparada con la de Juan Ramón Jiménez. “… un reputado tacaño. Además de miserable, el poeta tenía fama de hipersensible, una manera elegante de decir que era un tipo insoportable lleno de rarezas (…) Sabía que el poeta, al igual que Unamuno, era un hombre al que le gustaba ser admirado (…) Le gustaba ser tratado como un ser exquisito, un esteta que vivía lejos de las vulgaridades de la vida cotidiana. Una imagen muy distinta de la imagen del buscavidas, avaro y cazadotes de la que hablaba su biografía.” Aquí aprovecho para comentar que el matrimonio de Juan Ramón Jiménez con Zenobia Camprubí, que hace años se idealizaba, hoy se contempla con bastante más escepticismo. A mí me recuerda bastante al matrimonio de Tolstoi, del que hablé aquí hace algún tiempo. Zenobia sacrificó su talento artístico para convertirse en una suerte de secretaria ennoblecida de su marido, al que había que proteger del mundanal ruido para que pudiera seguir viviendo en su empíreo poético. Incluso cuando se estaba muriendo, se preocupó de dar instrucciones sobre cómo había que cuidar del bienestar de su marido cuando ella no estuviese.
Otra que resulta apaleada es Victoria Kent, la segunda mujer que se colegió como abogada y que en la distancia se ha convertido en un icono feminista. En la novela aparece como una mujer fea, pesada e intensa que acosa sentimentalmente al protagonista, del que se ha enamorado. En el apéndice histórico al final de la novela, en el que Herrasti da cuenta de la historia de sus personajes sobre la base de documentos contemporáneos, dice: “… Con la llegada de la República, fue nombrada directora general de Prisiones; en el breve tiempo de un año y dos meses que estuvo en el cargo, demostró que una mujer es capaz de desempeñarse con el mismo nivel de ineptitud que un hombre. Fue una de esas raras personas que suscita una opinión unánime. Su destitución fue saludada con entusiasmo por los partidos de derecha e izquierda, la prensa, los funcionarios de prisiones y los presos. Azaña, uno de sus iniciales valedores y presidente del Gobierno, recoge en sus diarios lo desastroso de su gestión y el júbilo que provocó su cese…” Por cierto, que Herrasti hace notar que en el panteón de los inicios del feminismo en España no hay sitio para María Espinosa de los Monteros, una de las primeras mujeres en ser nombrada concejala, ni para María de Maeztu, fundadora del Lyceum Club para promover el papel de la mujer en la sociedad. ¿Influiría en ese silencio que eran de ideas conservadoras?
La lista de los que reciben capones es mucho más extensa: Manuel Azaña, José Giral, Arturo Barea, Fermín Galán, Maruja Mallo, Ramón Gómez de la Serna, Guillermo de Torre, Jesús de Aragón… Al menos hay dos personajes que se salvan de la quema y por los que el autor siente evidente simpatía: Federico García Lorca y Pepín Bello. Al primero lo presenta carismático, culto, encantador, alegre, que es exactamente como lo describieron quienes lo conocieron; pocas personas hay que hayan despertado las mismas simpatías que Lorca. El otro es Pepín Bello, un jaranero simpático, buena persona, generoso, nada dado a las maledicencias y amigo de sus amigos.
Ya puestos a arramblar con algunas vacas sagradas, Herrasti arremete también contra la tertulia del Café del Pombo. Aquí comenté una vez el libro “Pombo” de Ramón Gómez de la Serna. En la obra, Gómez de la Serna presenta el sótano del Pombo, donde se reunía su tertulia, como un lugar prodigioso, en el que preclaros genios se reunían para celebrar tertulias cultísimas y amenísimas sobre el arte y la vida, presididos por otro genio aún más preclaro, llamado Ramón Gómez de la Serna. Herrasti hace pedazos ese mito y creo que su visión está más próxima a la verdad que la de Gómez de la Serna. “… bastaba ver el triste aspecto del local para darse cuenta de que allí sólo se reunía una inclasificable fauna de lenguaraces cuya cháchara no tenía la más mínima consecuencia (…) Los asistentes permanecían con los abrigos puestos, ya que el único calor allí era el humano y el de las lámparas, que daban una luz tenue y un tanto siniestra. Ese efecto se veía reforzado por la decoración anticuada, en la que predominaban cuadros horrorosos y espejos de marcos dorados, sin olvidar una imagen de la Vicergen del Carmen, patrona de la tertulia. En fin, un lugar chocante para unos vanguardistas feroces.”
En resumen, una obra muy entretenida y con un cuidado por el detalle, que uno se encuentra pocas veces en las novelas históricas.
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