La felicidad ha producido muy pocas grandes obras literarias. La mejor literatura viene del sufrimiento. ¿Y dónde sufrir más que en una cárcel? Hoy quiero escribir sobre literatura carcelaria.
En el 524 Boecio pasó de ser un alto magistrado a convertirse en un prisionero, verse sometido a torturas y saber que su destino final sería la muerte, como acabó ocurriendo. Otro se habría hundido, pero él se dedicó a componer “La consolación de la filosofía”, un diálogo con la Filosofía encarnada, que viene a visitarle a la celda y a traerle consuelo. Hay dos momentos en ella que me gustan especialmente. Uno es el llamamiento al estoicismo en la vida: “Aquel que sin perder el equilibrio de su espíritu sabe hollar con altivez los implacables decretos del destino y que tanto en la adversidad como en la bienandanza puede contemplar impasible los vaivenes de la mudable fortuna, no se conmoverá ni ante la furia amenazadora del océano…” El otro es la reflexión de que la fortuna es fugaz y cambiante. Cuando te sonríe, no debes olvidar que llegará el día en que dejará de hacerlo. “¿Consideras digna de estima una prosperidad condenada a desaparecer? ¿Te puede cautivar la fortuna presente, cuando no tienes seguridad de su duración y siendo que su pérdida acarrea el pesar?”
Otro que pudo comprobar lo que da de sí una celda, cuando uno quiere cultivar la filosofía, fue el fraile dominico Tommaso Campanella, que pasó 30 años encarcelado por hereje y subversivo. Aunque encadenado de pies y manos y en una celda casi sin luz, Campanella compuso en esos años una buena parte de su obra y muy especialmente “La ciudad del sol”, donde describe una curiosa utopía: una república teocrática y comunista.
Aunque Campanella tenía más alma de filósofo que de poeta, en la cárcel hay tiempo para todo. Hasta para escribir poesía:
“Es el mundo un libro en el que Espíritu Eterno
ha escrito sus propios pensamientos, y es un vivo templo,
en el que pintando sus propios gestos, y su propio ejemplo
ornó de vivas estatuas lo hondo y lo supremo.
Para que cada espíritu, y en su lugar el arte, la norma,
leer y contemplar, para no ser impío,
deba, y pueda decir: «Yo cumplo el universo,
contemplando a Dios incluyo cada cosa».
Pero nosotros, almas encerradas en los libros y en los templos muertos,
copiados del vivo con muchos errores,
los anteponemos a un magisterio tal.
Oh tormentos, del error hacednos conscientes:
en penas y conflictos, en dolor e ignorancia.
¡Regresemos, en fin, por Dios, a lo original!”
Me gusta mucho la idea de que, encerrados en nuestros libros, nos olvidamos del libro de la naturaleza que nos rodea y tratamos de descubrir el mundo a través de las palabras muertas en lugar de a través de la experiencia. Me imagino que en el verso que habla de “almas encerradas en los libros y en los templos muertos”, el participio “encerradas” resonaría especialmente en el corazón del poeta.
Un enviado del Papa Pablo V, que era favorable a Campanella, pidió en 1613 y en 1616 a Francisco de Quevedo que visitase en la cárcel a Campanella, a ver si se apiadaba y hacía uso de su amistad con el Virrey de Nápoles, intercedía por él y lograba su liberación. No está claro si Quevedo accedió al pedido. Si accedió, en todo caso no tuvo ningún éxito, porque Campanella seguiría en la cárcel hasta 1629. La ironía es que años después sería el propio Quevedo el que terminaría en la cárcel.
En 1639, al parecer acusado por su supuesto amigo el Duque del Infantado de ser un espía francés, Quevedo se encontró, como Campanella varios años antes, en disposición de descubrir lo que da de sí un encarcelamiento para un escritor. Hay un poema, sobre cuya datación ha habido alguna discusión, pero que cada vez está más claro que fue escrito o durante el período del encarcelamiento o justo inmediatamente después:
“Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la emprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquella el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora”.
De este poema me gustan sobre todo los cuatro primeros, por la descripción que hacen de lo que debió de ser el encarcelamiento: aislamiento y unos pocos libros por toda compañía.
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