Si llegas a la jubilación y no tienes un puñado de experiencias interesantes que contar, has perdido media vida. La vida es un camino de descubrimiento y la rutina como vía de exploración sólo está al alcance de los grandes místicos; para el resto es una manera de desperdiciarla. Si no sabes contar esas experiencias, has perdido la otra media. Tener experiencias para uno mismo no está mal, pero las experiencias se enriquecen cuando eres capaz de compartirlas.
Federico Palomera ha vivido y sabe contarlo. Lo demuestra en su colección de cuentos “Fugitivos” que podría tomarse como un tratado sobre cómo vivir sin creérselo demasiado. Federico sabe sacar la ironía que hay detrás de cada historia y bajar los humos de los vanidosos y los grandilocuentes. Federico es ateo, pero si creyera en algún Dios creador, seguro que sería un Dios con mucho sentido del humor, que de vez en cuando daría capones cariñosos a sus criaturas y les diría socarrón a lo Brassens: “Tío, no te tomes tan en serio, que lo que creé no fue un universo, sino un chiste de Gila.”
“Rocío”, el primero de los cuentos, es la historia de una mexicana inocente, que huye a Europa, escapándose de un marido maltratador, y a la que todos toman el pelo. Hay algo en ella que me recuerda la Tristessa que describió Jack Kerouac, esa prostituta mexicana jovencita, demasiado ingenua y buena para este mundo. De las escenas del cuento, una que me gustó especialmente es la descripción de los sudamericanos y los españoles buscavidas que se encuentran en el verano bruselense. Me recordó a las descripciones de los exiliados latinoamericanos de la “Rayuela” de Julio Cortázar.
“Sostenible” es un cuento más sombrío, adjetivo que no suelo asociar con Federico. Habla de un río que está siendo esquilmado, de los locales que quieren impedirlo y de los blancos de las ONGs que vienen a ayudarlos (¿o a salvarlos? Acaso en las antiguas colonias los blancos hayamos pasado de propagar la salvación del Evangelio a difundir la salvación laica que promete el desarrollo económico). No sé por qué este cuento me trajo a la memoria “Los bravos” de Jesús Fernández Santos, un gran escritor al que hoy ya no lee nadie.
“Cairo jazz” es un cuento que habría podido escribir Lawrence Durrell, el cual, por cierto, tiene un cameo al inicio del cuento. “Ya estoy un poco harto de esta maravillosa y fascinante ciudad, de este ardiente cristal, como decía Durrell…” El cuento comienza con una fiesta decadente, de cuando hundirse era un arte que se practicaba mejor en Alejandría. Hoy en día decaer rima con perder una fortuna en Bolsa y engancharse a la coca. El protagonista es un medio espía, medio diplomático norteamericano, para el que acaso lo más importante en su vida haya sido que es hijo del clarinetista de Kansas Desmond Kane. Esa es una de las cosas que me encantan de Federico: su discernimiento de que la vida real no se encuentra en el poder, ni en el dinero, sino en cosas que parecen nimias como un solo de clarinete o una ración australiana de mejillones fritos.
“Fugitivos” es la historia de un joven diplomático al que una burocracia kafkiana encarga que vaya a sacar a unos españoles de un país en vísperas de una guerra, que bien podría ser el Iraq de la primera Guerra del Golfo. “La orden superior llegó en un telegrama conminando al funcionario, sin más explicaciones, a dirigirse al país vecino. Su superior jerárquico, cófrade en la misma orden misionera, tampoco le proporcionó más datos, señalando solamente la naturaleza perentoria del telegrama y su tersa prosa, que no dejaba lugar a dudas, de forma que el sumiso funcionario se plegó a los mandatos de la superioridad…” El protagonista cuya vida se ve trastocada por un telegrama perentorio tiene algo del buen hombre en África de William Boyd. Un funcionario cumplidor y descreído que se aferra al cinismo como a una tabla de salvación en un mundo incomprensible y cabrón.
Federico se divierte en este cuento introduciendo disquisiciones absurdo-filosófico-metafísicas. Por ejemplo, comparación entre la religión y la Función Pública: “… También se deposita la responsabilidad en un ente superior jerarquizado en cuyas manos el creyente es pasta blanda y que también le impone una serie de conductas irracionales a las que accede en aras de una función superior…” La irrealidad de los aeropuertos, que alguien definió como un no-espacio: “El cruce de fronteras en un aeropuerto es siempre irreal, una entelequia administrativa en que el extranjero es siempre personal, nunca territorial. El aeropuerto se convierte en un escenario donde se representa un rito de paso, una entrada teatral en que todo es artificial…” La relación entre los mitos y la realidad: “La percepción es esclava de mitos, la leyenda del noble salvaje se superpone a la contemplación de la realidad y la tiñe de presupuestos e interpretaciones, un falseamiento poético de la realidad empírica, una acumulación de atributos dependientes de la leyenda…”
El cuento abunda en escenas surrealistas. El funcionario cambiando una rueda de coche, bajo la mirada apreciativa de unos nativos que comentan la jugada como si de un partido de fútbol se tratase; un cuadro flamenco fugitivo del conflicto inminente; un viaje con un conductor de autobús con el que, a falta de lengua común de comunicación, va tejiendo “una solidaridad independiente de las palabras, una comunicación básica transmitida por las vibraciones del motor y lo esporádicos bandazos del autobús…” Y en surrealismo de la escena final con ribetes de Fellini en la que “[el funcionario] al salir al sol, a la arena sin medida de una plaza sin límites [se refiere al desierto en el que se encuentra], de un anillo con las dimensiones del horizonte, se arrepiente y, despojándose de la chaqueta, pinta una lenta verónica en el aire quieto y cálido en que resuena una muda ovación.”
“Corte de cinta” es el flujo de conciencia de una colegiala nicaragüense que está esperando en un pueblito a que llegue el “majador” español en un “licótero” a inaugurar unas casitas que les ha construido la cooperación española. Resulta enternecedor el contraste entre la mirada ingenua de la niña y las autoridades solemnes que hacen todo lo que las autoridades solemnes suelen hacer y para las que la niña y sus compañeras no son más que una línea en el anuario que publicarán a fin de año. “Y entregamos cincuenta casas a campesinos nicaragüenses”.
“Protocolo notarial” juega al contraste entre las frías y anticuadas fórmulas notariales y la historia de una española que se ha enamorado de un americano y de la ciudad de Chicago (no recuerdo en qué orden) y está exultante por comenzar a descubrirlos. Yo he casado a gente en Consulados y siempre me ha parecido una ceremonia anodina. Un funcionario, que acaso no crea en el matrimonio (bien mirado es igual de contradictorio que te case un cura que ha hecho votos de no casarse; ese tipo de votos sólo los hacen los curas y los muy golfos y a menudo no resisten al primer contacto con la realidad de una mujer de bandera o de banderín), te recita unos artículos del Código Civil y, si le echa ganas, te suelta una pequeña perorata falsa sobre la felicidad que vas a sentir a partir de ahora y hasta que la muerte o un abogado matrimonialista se interponga.
“Retrato” es la historia de un pintor peculiar al que le llega un cliente no menos peculiar. El cliente quiere un retrato “tal vez a caballo y vestido de Kemo Sabay…” cuya destinataria será su novia. El cliente quiere que el retrato “lleve toda mi presencia a la tela, para que Tania lo vea y sepa que la sigo, que estoy presente dentro de ella igual que lo estoy a su vista, que sepa que quiero estar cuando no estoy y que la ausencia sea el doble de la presencia (…) Quiero un retrato que se vea, se escuche y hasta se huela…” La petición abstrusa tiene tintes de “El retrato de Dorian Grey”. Con esas premisas sólo puede salir un cuento entre delirante y obsesionado y, efectivamente, ése es el cuento que sale.
“Pista de ceniza” es la historia de un Embajador viejo, calvo y vanidoso que tiene una joven esposa curvilínea y un coche espléndido que su número dos le envidia. El Embajador le permite que utilice el segundo para llevarle a más de 100 kilómetros a asistir al premio mundial de motociclismo para el que tiene dos entradas. El segundo, entusiasta de las mujeres y los coches, acepta con gusto la propuesta aunque probablemente hubiera preferido que le invitase a hacer uso de la primera. El cuento derrocha una suave ironía polifónica en la que Federico nos deja que entreveamos los pensamientos del Embajador, de su segundo, de un motero sin recursos y de un matón de panza abultada e intenciones aviesas. Al final del cuento se trasluce que después de todo puede que ese Embajador viejo, calvo y vanidoso, tenga más retranca y sentido del humor de lo que parecía.
“Café amargo” es algo inusitado en la narrativa de Federico: ¡una historia de amor!. La historia transcurre en un lugar mágico-surrealista: el Beirut de la guerra civil, que le sirve a Federico de excusa para sacar a pasear su vena sarcástica. Incluso cuando se pone romántico, Federico no puede evitar las acometidas del cinismo. “… La entrada a la ciudad era por un bulevar polvoriento con palmeras raquíticas en el centro. A horcajadas sobre el bulevar, como un jinete controlando la marcha de su montura, estaba el puesto de control sirio, adornado con la foto del presidente, diversas banderas y ramas de palmera cruzadas. El soldado metió rutinariamente el cañón del arma por la ventanilla, y luego la cabeza. Era un chico muy joven, de unos dieciséis años, y la gorra verde le venía grande, y se le ladeaba peligrosamente…” La única que se libra de la ironía del autor es Malika, que es esa historia romántica que todos habríamos querido tener en algún momento. “Malika tenía los ojos grandes y negros, como se imaginan los ojos de las mujeres árabes (…) Iba bastante maquillad, sin la exageración con que se utiliza el maquillaje en el sur del Mediterráneo, pero con generosidad, y llevaba las uñas pintadas de rojo cereza.”
Y aquí, con la descripción romántica de Malika, dejo la entrada, con la impresión de haberme dejado muchísimas cosas fuera. Y no es una impresión. Me las he dejado.
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