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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Escribir. Una profesión de riesgo (3)

Emilio de Miguel Calabiael

 

Las habitaciones de hotel son un lugar muy apreciado por los suicidas. Despedirse en una habitación anónima por la que pasaron cientos de seres humanos antes que tú, una habitación a la que no te une nada, parece bastante congurente cuando sientes que ya no te une nada a la vida. Además de Esenin, Sa-Carneiro y de Pavese, otro que la escogió para darle el último corte de mangas a la existencia fue Stefan Zweig.

Zweig y su esposa Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942 en Petrópolis, en Brasil. En alguna parte he leído que se suicidó ante el temor de que Hitler y el nazismo se adueñaran del mundo. Dudo mucho de esa versión. Para entonces la marea nazi ya había alcanzado su culmen y, aunque no fuese aún tan evidente, había empezado su descenso. El fracaso en capturar Moscú y la entrada en guerra de EEUU significaban que Alemania no conquistaría el mundo. Para mí que Zweig y su mujer se suicidaron por desarraigo y nostalgia.

Zweig era un europeo, un hombre creado y cultivado en el Imperio Austro-húngaro. Su mundo era el mundo culto y refinado de los cafés vieneses. Uno de sus grandes libros, “El mundo de ayer”, relata su añoranza por esa vieja Europa que empezó a suicidarse en 1914. Zweig vio venir el fascismo y entendió como arramblaría con lo poco de la vieja Europa que había sobrevivido a la hecatombre de la I Guerra Mundial. Desde que se vio obligado a huir de Austria en 1934, su vida fue un continuo vagar en busca de un sitio seguro, al que pudiera considerar como su hogar, en el que instalarse.

Para febrero de 1942 se había dado ya cuenta que no tenía la energía ni la voluntad necesarias para empezar de cero a construirse una nueva vida. En su carta de despedida dijo: “Pero comenzar todo de nuevo cuando uno ha cumplido sesenta años requiere fuerzas especiales, y mi propia fuerza se ha gastado al cabo de años de andanzas sin hogar. Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal, su más preciada posesión en esta tierra.”

Zweig y su mujer se suicidaron con un somnífero. Les encontraron en la cama, uno al lado del otro. Parece que alguien de los que les encontró tuvo la genial idea de poner a su mujer girada hacia el y con las manos de ambos estrechadas. Curiosa idea, la de tratar de mejorar estéticamente un suicidio.

Descubrí al poeta colombiano Raúl Gómez Jattin por la obra “Ángeles clandestinos” que le dedicó José Antonio de Ory y que es una semblanza oral del poeta. Gómez Jattín era un hombre culto y muy sensible. Me recuerda a nuestro Leopoldo María Panero: drogadicto, homosexual que tardó en aceptarse, con aires de mendigo y tocado por la locura. Tiene un poema patético y maravilloso que dice:

“Si las nubes no anticipan en sus formas la historia de los hombres
Si los colores del río no figuran en los designios del Dios de las aguas
Si no remiendas con tus manos de astromelias las comisuras de mi alma
Si mis amigos no son una legión de ángeles clandestinos
Qué será de mí.”

La alusión a los ángeles clandestinos es tierna y agradecida. A pesar de los pesares, Gómez Jattín logró reunir en torno a sí a un grupo de buenos amigos, que le hicieron más llevadero su paso por este universo cabrón, en el que nunca terminó de encontrar su sitio. El 22 de mayo de 1997 le atropelló un autobús en Cartagena de Indias. Quedó la duda de si fue suicidio o accidente. Sus amigos, que optan por lo segundo, creen que Gómez Jattín nunca hubiera escogido una manera de irse tan poco aristocrática.

El escritor cubano Reinaldo Arenas tiene aspectos que me recuerdan a Esenin. Como él, procedía del campo. Como él, creyó en una revolución que le acabó traicionando. Esenin se quitó de en medio antes de terminar en el gulag, que era donde sin duda hubiera terminado si hubiese vivido más tiempo. Arenas vivió silenciado tras al éxito de su primera obra, “Celestino antes del alba”, único de sus libros que fue publicado en la Cuba castrista. En 1980 logró salir de Cuba y se instaló en Nueva York. Allí vio cómo sus compañeros de exilio le rechazaban por lo mismo por lo que le había rechazado la Cuba de Fidel: su orientación sexual. Y yo que siempre había oído aquello de que la política hace extraños compañeros de cama… Puede, pero los prejuicios tienden a deshacerlos.

En 1987 enfermó de una pulmonía y se enteró de que tenía sida. Le pidió a la vida que le diera tres años más para terminar su pentagonía y la vida, que tantas veces apalea a los escritores, esta vez fue generosa y se los dio. El 7 de diciembre de 1990, concluida su obra, en su apartamento neoyorquino se tomó un vaso de güisqui y un frasco de tranquilizantes y ya no fue más.

Si Alfonsina Storni hubiera muerto a los 90 años rodeada de sus nietos, hoy sería una buena poetisa injustamente olvidada, como tantos otros. Primero tuvo la ocurrencia de salir de escena antes de lo previsto y luego tuvo la suerte (no sé si a los muertos les importan ya esas suertes que les aseguran la fama póstuma) de que Mercedes Sosa interpretara magistralmente la canción “Alfonsina y el mar”, que compuso Ariel Ramírez y cuya letra es de Félix Luna.

Alfonsina Storni se adelantó a su tiempo; fue una mujer liberada y madre soltera y logró hacerse respetar a fuerza de talento. A lo largo de su vida, le persiguieron un cierto desequilibrio mental y la búsqueda infructuosa del amor. En 1935 le detectaron y operaron de un cáncer de mama muy virulento, que le produciría grandes dolores y agravaría las tendencias depresivas que tenía. En 1937 su gran amigo y puede que antiguo amante, Horacio Quiroga, se suicidó para cortar con los sufrimientos que le producía el cáncer de próstata avanzado que tenía. Alfonsina le dedicó el siguiente poema:

“Morir como tú, Horacio, en tus cabales,

Y así como en tus cuentos, no está mal;

Un rayo a tiempo y se acabó la feria…

Allá dirán.

Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte…”

Algunos meses después, otro amigo íntimo, el poeta Leopoldo Lugones, se suicidó tomando güisqui y cianuro. Un suicidio de sirvienta, según lamentó su padre con “gran” compasión. En su carta de despedida no dejó ninguna explicación y la información más notable de la carta era que no podía terminar su libro sobre el Presidente Roca.

Por esas fechas se suicidó también Eglé, una de las hijas de Horacio Quiroga, a los 26 años. Utilizó la misma mezcla de güisqui y cianuro que había utilizado Lugones.

El 20 de octubre de 1938 Storni escribió su último poema, “Voy a dormir”. Un fragmento del mismo dice: “Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame./ Ponme una lámpara a la cabecera,/ una constelación, la que te guste,/ todas son buenas; bájala un poquito.// Déjame sola: oyes romper los brotes,/ te acuna un pie celeste desde arriba/ y un pájaro te traza unos compases/ para que olvides. Gracias… Ah, un encargo/ si él llama nuevamente por teléfono/ le dices que no insista, que he salido…” Cinco días después se arrojó a las aguas desde la escollera.

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