“Inside Story” de Martin Amis es un libro extraño. Es como si el escritor se hubiera puesto a escribir su autobiografía y a mitad de camino se hubiera aburrido y hubiera decidido novelarlo todo, pero también el esfuerzo de novelarlo le hubiera parecido excesivo y entre idas y venidas hubiera acabado escribiendo un ornitorrinco, algo que no se sabe si es mamífero o reptil o ave sin alas. Lo malo es que escribir el extraño artefacto que es “Inside Story” le lleva 520 páginas, posiblemente 200 más de las que merecía el proyecto.
Dentro del puzzle que es el libro, dos temas que lo estructuran son el amor y la muerte, Eros y Thanatos. El primero está representado sobre todo por la historia de su relación con Phoebe a la que, por cierto, dedica más espacio que a su segunda mujer y madre de sus dos hijas Isabel Fonseca (Elena en el libro). Phoebe, que más tarde sabremos que es dueña de una agencia de escorts y es escort ella misma, es un personaje extraordinariamente complejo. No quiere acostarse con el mismo hombre más que una sola vez, aunque con Martin, al que se encontró al azar, acabará haciendo una excepción y desarrollando una relación con él. Phoebe no quiere casarse, por más que Martin se lo pida, y, desde luego, ni hablar de tener hijos. Tampoco quiere hablar sobre su edad, aunque Martin descubrirá que es siete años mayor que él, lo que le parece excelente en términos de experiencia.
Su relación con Phoebe es una montaña rusa de acontecimientos, una sucesión de cajas de sorpresas cada una un poco más desagradable que la anterior. Es el tipo de relación amorosa que queda muy bien en una novela, pero que uno preferiría que no le tocase a él. La relación acaba estallando en lo que Amis denomina “la noche de la vergüenza”, esa noche inexorable que había estado aguardándolos desde el inicio, la noche en la que Phoebe revela que en su interior sigue siendo una escort lúbrica, amoral e indomable.
Incluso después de la ruptura, Phoebe será una presencia en su vida, intentando hacerle daño de manera perversa. Por ejemplo, diciéndole que se acostó con su padre (el novelista Kingsley Amis) y que éste le dijo que no era su padre; que el verdadero padre de Martin era el poeta Philip Larkin. Es de esas historias que, incluso si crees que son mentira, te dejan con una duda incómoda en alguna parte de la cabeza.
Phoebe solo saldrá de su vida tras la última visita que le hace, a petición de ella, cuando tiene 75 años. La encuentra inmensamente gorda y postrada en la cama, de la que prácticamente sólo se levanta para ir al cuarto de baño. La despedida entre ambos es patética y de alguna manera cierra el ciclo que se abrió cuarenta años antes:
“… Y Martin, ¿me amaste? Creo que tienes que haberme amado, ¿o si no por qué te habrías pegado a mí? Sentí que el amor me venía, y me gustaba, y fingía un poco, pero no podía devolverlo. Es como el asma. Puedes inhalar, pero no puedes exhalar. Lamento no haber podido.
– No lo lamentes. Nunca dije las palabras, pero había amor. Definitivamente había amor.
– (…) Dame la mano. Sólo quiero darle un beso de despedida y luego vete.”
Me he extendido sobre las relaciones entre Martin y Phoebe porque es el tema al que el autor dedica más páginas. Sólo por haber leído esta historia atormentada, me mereció la pena el libro.
He hablado de Eros, pero Thanatos es una presencia mucho más fuerte y constante en la novela.
Tenemos la muerte de su gran amigo y contemporáneo, el escritor Christopher Hitchens, muerto a los 62 años de un cáncer de esófago. Martin Amis describe al detalle su enfermedad, que llevó con coraje y buen humor. La descripción de sus últimos momentos es como la de una sinfonía cuyas últimas notas son cada vez más débiles, hasta que llega el silencio definitivo:
“El pecho seguía subiendo y bajando, pero ahora superficialmente.
La respiración se se debilitó levemente, visual pero no audiblemente. Sin resuello, sin jadeos, sin tragar saliva, sin atragantamientos: sin lucha, sin estremecimiento- nada repentino.
La línea continuamente ondulante en la base del monitor cardiaco, como la representación infantil de un mar con olas, ahora se estiró en una calma muerta.”
Me gusta la descripción por lo que tiene de serena, de fáctica. No hay lugar para los sentimientos de quienes asisten a la muerte de Hitchens. Simplemente ha ocurrido lo que tenía que ocurrir, lo que nos ocurrirá a todos. Otra cosa que me gusta es que la muerte de Hitchens no le da ocasión para ponerse a llorar y a contarnos lo desamparado que se ha quedado. Detesto a los egocéntricos que le roban el protagonismo al muerto, porque lo único que les interesa es que nos fijemos en ellos y les compadezcamos por lo mucho que la muerte del difunto les ha hecho sufrir. Casi uno diría que el muerto se murió para fastidiarles.
Las últimas palabras de Hitchens, antes de caer en el coma, fueron: “Capitalismo… caída”. Eso es llevar la conciencia política al extremo. Esas últimas palabras le dan pie a Amis para preguntarse por qué a menudo las últimas palabras son mediocres, por qué enfrentados a su momento culmen los seres humanos no son capaces de decir algo más sublime. Yo diría que morir da suficiente trabajo como para que uno se ponga a pensar en despedidas bonitas. Más claro lo tenían los japoneses, que tenían la tradición de componer un poema a su muerte. Muchos lo preparaban de antemano, no sea que el miedo escénico les frustrase sus últimas palabras, pero otros corrían el riesgo de esperar hasta el final. Uno de los mejores y más descarnados es el de Toko en el siglo XVIII: “Los poemas a la muerte/ son un engaño./ La muerte es la muerte.” Las últimas palabras favoritas de Amis son las que pronunció Jane Austen, cuando se estaba muriendo de un linfoma dolorosísimo a los 41 años. Alguien le preguntó si necesitaba algo; su respuesta fue: “Nada sino la muerte” que es como decir “Nada sino la nada”.
Si los últimos meses de Hitchens luchando contra el cáncer fueron dramáticos, por más humor que les echase, el gran escritor y mentor literario de Amis, Saul Bellow, se fue yendo gradualmente, cortesía del Alzheimer. Amis rememora el primer indicio terrible de que algo no iba bien en su cabeza. Ese indicio que uno trata de apartar con un manotazo, pero que más tarde adquiere su carácter ominoso. En este caso, era el 11 de septiembre de 2001. Las Torres Gemelas acababan de ser derribadas. Saul Bellow estaba en Boston. Amis cuenta la conversación que tuvo con su mujer, Rosemund. Ésta le dice: “Está preguntándome ¿Ha ocurrido algo en Nueva York? Y se lo cuento todo. Y entonces me lo pregunta de nuevo. ¿Ha ocurrido algo en Nueva York? Simplemente no puede asumirlo.” Más bien eran Amis y Rosemundo que no podían asumir que la memoria de Bellow había empezado a morir.
Jaime Gil de Biedma tiene un poema, “De vita beata” que describe lo que fueron sus últimos meses, con el cerebro estragado por el sida, y que podrían servir para describir los últimos años de Bellow: “… en un pueblo junto al mar,/ poseer una casa y poca hacienda/ y memoria ninguna. No leer,/ no escribir, no sufrir, no pagar cuentas,/ y vivir como un noble arruinado/ entre las ruinas de mi inteligencia.” Bellow pasó sus últimos años sin poder leer; cada vez que leía una frase, al llegar al final se había olvidado del inicio.
Hitchens tuvo una muerte heroica y Bellow una muerte sabia. La muerte de Philip Larkin fue un poco obtusa y hasta anticuada. Igual que el personaje y su poesía. Colapsó en el cuarto de baño que había bajo las escaleras y con sus pies trabó la puerta. Su mujer no pudo ayudarle, porque Larkin se había dejado el audífono en otro cuarto. Sobrevivió al episodio del baño, pero de allí se lo llevaron al hospital, donde esperó a la Parca completamente sedado. Dado el temor que le tenía, probablemente fuera mejor así. Por cierto, que su muerte me recuerda a la de Evelyn Waugh 19 años antes. Murió de un infarto en el cuarto de baño haciendo de vientre.
Amis se explaya sobre las muertes de su mejor amigo, de su padre literario y de su padre hipotético, pero la muerte de su padre biológico parece despertar mucho menos sentimiento y el que suscita es más que nada porque prefigura su destino mortal: “… A los tres o cuatro días de la muerte de Kingsley tuve la sensación de que me estaba moviendo, con los ojos abiertos, de la reserva a la primera línea; la figura intercesora se había ido y ahora yo tenía que dar un paso al frente…”
Hay muchas más muertes en el libro, pero me las ahorraré.
Amar y morir es importante. Tal vez sean las únicas cosas verdaderamente importantes. La segunda, además, es inevitable. Para un escritor, hay una tercera cosa que es igual de importante y en cierto sentido tan inevitable como la muerte: la literatura.
Aquí y allá Amis espolvorea el libro con observaciones literarias o críticas de escritores. Transcribo algunas de mis preferidas:
“Nunca utilices una frase que sea de segunda mano (…) Así pues limpia tu prosa de todo lo que huela a rebaño y a salsa de oveja. Tu prosa, evidentemente, debería salir de ti, de ti mismo- construida a propósito, no producida en masa.”
“Nunca utilices una forma de palabras que esté en algún sentido lista para usar. Formas de palabras como calor sofocante o frío helador o sano escepticismo…”
“No agobies a tu lector con un montón de nuevos conocidos, como Faulkner tiende a hacer, comenzando una historia breve con algo así como Abe, Bax, Cal y Dirk estaban sentados delante, así que me fui detrás con Emery, Fil, Grunt, Hube y J-J (al que solían llamar Zodie) y fuera en la plataforma pude ver a Keller, Leroy, Mo, Ned, Orrin…” [Se observará en este fragmento que Amis está dotado para la sátira].
“Los lectores también son artistas. Todos y cada uno de ellos se pinta una imagen mental diferente de Madame Bovary.” [Me gusta mucho la idea subyacente. El lector no es un sujeto pasivo que se limita a pasar las páginas del libro. El lector recrea la historia que le cuenta el escritor. Leer es un arte igual que lo es escribir. Sólo un escritor lerdo se olvida de algo tan obvio como que el lector es inteligente. Si no lo fuera, no habría cogido tu libro para leerlo].
Bastantes amores, muchísimas muertes y algunos consejos literarios. Todo eso es “Inside Story”. Y creo que con menos páginas habría sido una gran historia.
Literatura