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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Con unas cuantas copas de más

Emilio de Miguel Calabiael

El vino viene acompañándonos desde el Neolítico. En los últimos diez mil años ha proporcionado muchas alegrías, muchas depresiones, muchos hígados destrozados, muchos accidentes inopinados, muchas risas, muchos vómitos y mucha buena literatura.

En Occidente la poesía acerca del vino y sus placeres se asocia con el poeta griego del siglo VI a.C. Anacreonte, lo que es una injusticia, porque Anacreonte es mucho más que un mero cantor de los encantos del vino. Anacreonte canta al amor y a los placeres y tiene un transfondo triste: la vida es efímera y el tiempo para gozar es limitado. De sus poemas, mi favorito es:

“¿A qué me instruyes en las reglas de la retórica?

Al fin y al cabo, ¿a qué tantos discursos

que en nada me aprovechan?

Será mejor que me enseñes a saborear

el néctar de Dionisios

y a hacer que la más bella de las diosas

aún me haga digno de sus encantos.

La nieve ha hecho en mi cabeza su corona;

muchacho, dame agua y vino que el alma me adormezcan

pues el tiempo que me queda por vivir

es breve, demasiado breve.

Pronto me habrás de enterrar

y los muertos no beben, no aman, no desean.”

Otro poema suyo más festivo es:

“Derramemos el vino

sobre las frescas rosas,

que es flor de los amores.

Apuremos las copas

ciñendo nuestras sienes

con floridas coronas.”

Después de Anacreonte, el poeta clásico que mejor ha cantado sobre el vino es Ovidio, aunque para él, el vino más que un néctar que hay que apreciar por sí mismo, es un aliado en los juegos amorosos:

Así que conmigo está Amor, un poco de vino dándome vueltas en la cabeza y una corona que se desliza por mis perfumados cabellos. […] La noche, Amor y el vino no me aconsejan moderación alguna, pues aquélla carece de vergüenza, Baco y Amor de miedo.”

A menudo en ellos [en los banquetes] el purpúreo Amor sujeta con sus tiernos brazos los cuernos del borracho Baco y cuando el vino salpica las sedientas alas de Cupido, se queda quieto y permanece aletargado en aquel lugar. Sacude rápidamente sus mojadas alas, pero las gotas que esparce hieren de amor el corazón. El vino dispone los ánimos y los hace más adecuados para los acaloramientos: la preocupación desaparece y se diluye en el abundante vino. Entonces surgen las risas, el tímido se envalentona, el dolor, las preocupaciones y las arrugas de la frente se esfuman. Entonces la sinceridad, tan poco frecuente en nuestra época, abre las mentes y la divinidad las aleja de la hipocresía. A menudo allí las muchachas cautivan el espíritu de los jóvenes y Venus entre el vino ha sido fuego en el fuego que ya había. En ese momento no tengas demasiada confianza en la engañosa luz del candil: la noche y el vino te perjudican para juzgar la belleza [mira por donde, el viejo chiste de que nadie te parece feo después de la tercera copa, ya lo conocía Ovidio].”

En la poesía clásica china, el vino adquiere un valor más estético. No se le asocia tanto al desenfreno fiestero, como al disfrute sereno entre amigos de la belleza, la naturaleza y lo efímero de la vida. Así, el poeta Ssu-K’ung Shu intenta retener a su amigo Lu Ch’in-Ch’ing con la promesa de un buen vino:

Sé que planeamos volvernos a encontrar

pero cómo podemos separarnos esta noche

no pienses que el vino de un viejo amigo

es más débil que el viento de Shihyu [se trataba de un viento legendario y muy fuerte, que impedía las partidas]”

Chang Yueh evoca una de esas veladas en las que amigos se reunían para hablar y escribir poemas:

“… cantamos las “Odas” y escuchamos las directivas reales

discutimos los “Cambios” [se refiere al I-Ching] y observamos los humores del Cielo

(…)

favorecidos y bien abastecidos de vino

componemos canciones sobre la venida de la primavera…”

Otra imagen de la poesía clásica china es la del sabio ermitaño que se retira del mundo. Vive una vida modesta, en la que, eso sí, el vino no puede faltar. Kao Shih describe a uno de esos ermitaños y une a este tema el de la fugacidad de las cosas:

El mundo está lleno de gente voluble,

tú, viejo amigo, no lo eres.

Inspirado escribes como un dios.

Borracho eres todavía más loco.

Disfrutando de las canas y los días ociosos,

las nubes azules ahora se levantan delante de ti.

¿cuántas veces dormirás todavía

con una jarra de vino junto a la cama?”

En el mundo musulmán, la prohibición coránica del consumo de alcohol, hace que cantar al vino se convierta en un acto subversivo. Abu Nuwás, un poeta a caballo entre los siglos VIII y IX, se deleitaba en componer una poesía hedonista, donde el placer del vino se mezclaba con los placeres de la carne, ya fuera con los coperos o con las sirvientas:

“… Bebe vino aunque esté prohibido

puesto que tu vida terrenal

es morada perecedera [la idea de que hay que entregarse al placer porque la vida es fugaz, es un tema literario universal; resuena en casi todos los poetas que hemos visto].

Bebe un vino robusto y exclama

¡nos han cazado el sol

para beberlo en el tazón!”

¡Bebe! La noche se ha quitado el velo

y el albor despunta en el cielo.

Bebe el primer néctar de la uva…

(…)

Una criatura perfecta lo escancia,

un copero diestro y desvergonzado

de talle esbelto y ojos lánguidos

a quien el aya peina cada día

los rizos como colas de alacranes [me gusta mucho esta imagen: la belleza de la otra persona como una amenaza, como un veneno]

y los perfuma con preciado ambar…”

El poeta persa Omar Jayyam también cantó al vino, pero con un deje más pesimista y filosófico. La existencia está abocada a la muerte. El vino es el único consuelo.

Cielo, infierno, esperanzas, temores…

¡Bah! Que traigan de beber. Una cosa es cierta:

que la vida va pasando, y el resto vaciedad es.

La flor marchita nunca florecerá de nuevo.

¿Qué se habrá hecho de todos mis amigos? ¿La Muerte los ha pisoteado?

¿Dónde están todos mis amigos, qué es de ellos?

Oigo aún sus cantos en la taberna. ¿Están muertos

o están ebrios de haber vivido?”

Tal olor a vino emanará de mi tumba,

que todo aquel que pase cerca se embriagará.

Tal serenidad rodeará mi tumba,

que los amantes no podrán alejarse de ella.”

Creo que después de Omar Jayyam no queda más que servirse una copa de vino y beber.

 

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