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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La edad de la penumbra

Emilio de Miguel Calabiael

La visión tradicional dice que para el siglo I d.C. el paganismo estaba agonizando. No satisfacía las ansias espirituales de las élites y para los campesinos, que eran quienes estaban más apegados a él, era poco más o menos que una fuente de supersticiones. El cristianismo triunfó porque vino a colmar unas necesidades espirituales de salvación insatisfechas y ofreció consuelo y solidaridad en unos tiempos de desastres y epidemias. “Quo vadis?”, la novela del polaco Henryk Sienkiewicz que Hollywood llevó al cine con gran éxito en 1951, lo expresa muy bien: “Y así pasó Nerón, como un torbellino, como una tormenta, como un incendio, como pasa la guerra y pasa la muerte; pero la Basílica de San Pedro gobierna hasta ahora, desde las cumbres del Vaticano, la ciudad y el mundo”. Es decir, el paganismo fue transitorio y estaba condenado a desaparecer, pero la cristiandad perdura. “Nerópolis”, una novela del francés Hubert Monteilhet de 1984, está ambientada en la misma época y lugar, pero es mucho más ágil, divertida y profunda. Eso sí, como “Quo vadis?”, transmite la idea de un paganismo en decadencia y un cristianismo en alza, que será la religión del futuro.

El extremo de esta visión lo tenemos en “Estudio de la Historia” de Arnold J. Toynbee para quien el mayor valor del Imperio Romano había sido alumbrar a una Iglesia ecuménica. Lejos de destruir el Imperio romano como afirmaban Edward Gibbon en “Ascenso y caída del Imperio Romano” y los paganos en tiempos de la conquista de Roma por Alarico, la Iglesia había sido el producto más excelso de ese Imperio, cuyo ADN, además, había conservado y transmitido.

Hará unos 30 años que algunos historiadores han comenzado a cuestionarse esa historia idílica. Charles Freeman en “The Closing of the Western Mind. The Rise of Faith and the Fall of Reason” ofrece una vision en la que el ascenso del Cristianismo generó un cambio de mentalidad en el mundo grecorromano, por el que la razón retrocedió y fue cada vez más suplantada por la fe. En ese libro, Freeman muestra que a comienzos del siglo V, todavía existían reductos intelectuales paganos con cierta vitalidad. Peter Brown en su biografía de San Agustín muestra igualmente que en el momento en que Alarico entró en Roma en 410, todavía subsistía una intelectualidad pagana.

Catherine Nixey con “La edad de la penumbra” da una vuelta de tuerca y presenta un cuadro desasosegante sobre el ascenso del cristianismo que da por tierra con todas las ideas recibidas.

Nixey describe un panorama siniestro. El cristianismo se impuso a fuerza de fanatismo y persecuciones. Los “parabalanos”, que según leo en otras partes se ocupaban de atender a los enfermos y enterrar a los muertos, amén de servir de guardia del Obispo (cosas que Nixey no niega), eran también una milicia que el Obispo podía enviar contra cualquiera que le incomodase y que de hecho era utilizada para acosar a los paganos. Fueron palabanos quienes asesinaron infamemente a la filósofa Hipatia de Alejandría. Y los parabalanos aún eran suaves comparados con los circunceliones de Cartago, aparceros que combinaban las francachelas desenfrenadas con la aspiración al martirio, que hacía que recurriesen a la violencia contra los paganos con regularidad y que buscasen más o menos veladamente la muerte de los mártires.

La persecución contra el paganismo, que iba acompañada de quemas de libros, mutilación de estatuas y demolición de templos, no era sólo cuestión de unos cuantos desclasados. Los líderes cristianos se entregaban a ella con fruición. El Obispo Teófilo de Alejandría incitó a la destrucción del bellísimo templo del Serapeo en el 392. San Agustín aplaudía a aquéllos de sus feligreses que demolían templos, derribaban estatuas y talaban arboledas sagradas. El Obispo Cirilo de Alejandría dio el visto bueno al linchamiento de Hipatia. La biografía de San Martín de Tours se explaya sobre su labor de destructor de templos paganos.

Mención aparte en la demonología de Nixey merecen los monjes eremitas del desierto a los que describe como hombres fanatizados, sucios, ignorantes y violentos, que a menudo sufrían delirios,- muchos de ellos de contenido erótico o de ataques de demonios-, seguramente a causa del hambre y la falta de sueño. “Esos monjes no solo eran vulgares, apestosos, maleducados y violentos, sino que además, decían sus críticos, eran unos farsantes. Simulaban llevar una vida de autonegación y austeridad, pero en realidad no eran más que matones borrachos, una tribu que vestía túnicas negras y cuyos miembros son más glotones que los elefantes y tanto trabajo dan a los que acompañan su bebida con sus cantos.”La parte destacada en negrita es una cita del orador pagano del siglo IV, Libanio.

Más allá de toda esta crítica virulenta contra el ascenso del cristianismo ha habido dos afirmaciones del libro que me han llamado la atención. La primera es que en el momento del Edicto de Milán de 313, que estableció la libertad religiosa en el Imperio Romano y permitió que los cristianos siguiesen libremente su culto, los cristianos no representaban más que entre el 7% y el 10% de la población total del Imperio. Cierto que eran una minoría, pero yo tenía entendido que su proporción era algo mayor.

La segunda es que las persecuciones no duraron más que 13 años a lo largo de 300. Nixey menciona las palabras del historiador moderno Keith Hopkins, que cree que la pregunta a hacerse no es la tradicional de “¿por qué fueron perseguidos los cristianos?”, sino “¿por qué se persiguió a los cristianos tan poco y tan tarde?” Nixey estima que el número total de mártires cristianos a lo largo de la Historia del Imperio no pasaría de unos cuantos centenares; no serían miles y miles.

George Bernad Shaw afirmó que el martirio era la única manera en que un hombre podía hacerse famoso sin ninguna habilidad. Es evidente que Bernard Shaw vivió mucho antes que “Sálvame”. La gracieta de Bernard Shaw pasa por alto que en esos siglos el martirio fue una herramienta de propaganda muy eficaz. El sociólogo Rodney Stark señala que, si tienes fe, el martirio resulta muy atractivo. Por la mañana puedes ser el esclavo más zarrapastroso del Imperio, pero si por la tarde te cortan la cabeza por Cristo, te convertirás en un héroe espiritual y tendrás un lugar preferente en el cielo.

Si eso es a nivel individual, a nivel colectivo, la mística del martirio presenta muchas ventajas. Cohesiona al grupo, porque nada une más que saber que te estás persiguiendo por tus ideas. De cara al exterior transmite una imagen de fortaleza indestructible: “mirad, cómo aguantamos todo lo que nos queráis echar encima”. Crea un espíritu de emulación, que puede manifestarse en un deseo de ir también al martirio o de aceptar una vida de austeridades si la opción del martirio no está a mano. Los romanos de la vieja República romana sí que hubieran comprendido el valor del martirio cristiano, “dulce est pro patria mori” (“dulce es morir por la patria”). Los paganos de los siglos I, II y III d.C. lo tenían mucho más difícil. Los valores sociales habían cambiado.

Resulta fascinante leer un libro que te hace reconsiderar la manera en que te habían enseñado a ver un episodio de la Historia. Resulta mucho menos fascinante leer un panfleto. Porque eso es lo que es el libro de Catherine Nixey, un panfleto anticristiano. El libro funciona a base de “flashes”, no de desarrollos elaborados. Abundan los párrafos que parecen más salidos de una novela que de un libro de Historia. “Orestes contemplaba horrorizado. Era un hombre educado que, como su buena amiga Hipatia, se negaba a vivir la vida de acuerdo con directrices sectarias, a pesar del ambiente cada vez más opresivo. El que era de manera evidente el hombre más poderoso de la ciudad, al mismo tiempo se veía incapaz de detener este alzamiento (…) Además, Orestes sabía bien lo empecinado que podía ser Cirilo…” Demasiado a menudo no es la historiadora desapasionada la que habla, sino la panfletista cargada de subjetividad. Y es una pena porque esta historia habría merecido ser contada con mucho más rigor.

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