Teresa Zafra el 30 abr, 2013 Mañana es mi segundo aniversario de boda, y como cada año (aunque solo llevemos dos), toca hacer balance. Sin ninguna duda, esta vez la balanza se inclina de forma aplastante hacia el lado bueno, pues el nacimiento de Martín es una de las mejores cosas que nos ha pasado en la vida, si no la mejor. Sin embargo, los días después de la llegada del bebé no tenía la misma opinión que tengo hoy: la cesárea del parto me había dejado tan hecha polvo que solo acertaba a decir una y otra vez “Este bebé va a ser hijo único”. Los primeros días tras la operación (porque hay que tener claro que una cesárea no es solamente un parto, sino una operación) fueron una pesadilla: no me podía levantar ni estar sentada o de pie, no me sentía capaz de andar y cuando me dieron el alta estaba aterrorizada ante la perspectiva de tener que recorrer a pie los trayectos entre la habitación y el coche y entre el coche y casa. El tiempo todo lo cura, es la verdad, y cuatro meses después puedo decir que ya se me ha pasado un poco el disgusto. Además, para vuestra suerte, este relato no va a ser tan tremendista gracias a que la semana pasada estuve en Cádiz para dar mi apoyo a una de mis mejores amigas a la que iban a practicar otra cesárea y a que, gracias a ella, he podido comprobar como no todas las cesáreas son como la mía: 24 horas después de dar a luz, cogió en brazos a Martín y sus ocho kilazos y caminaba por la habitación como una persona casi casi normal. Después de verla sentarse, levantarse y cambiar el pañal de su hijo, estaba desconcertada: no tenía muy claro si es que mi amiga es una valiente y yo una pusilánime o que simplemente existen cesáreas buenas y malas. Mi duda se resolvió cuando hablé con Pili, una de las madres más expertas que conozco y me confirmó que, de las dos cesáreas que lleva ella en el cuerpo, le había tocado una como la mía y otra como la de mi amiga. Os hablo de mi (caca de) cesárea justo en la víspera de mi aniversario de boda porque considero que los días que pasamos en el hospital durante mi recuperación fueron para mí la mayor prueba de amor que mi marido me ha regalado nunca. Por encima de la boda, la decisión de tener hijos o el momento de juntar nuestros ahorros en una sola cuenta, el mimo y el cuidado con que me trató durante mi convalecencia voy a recordarlos para siempre. Para mí fue una situación difícil: no poder ducharme sola, ni vestirme, ni atender a nuestro bebé se me hizo realmente duro, y os prometo que no le hubiera reprochado en absoluto que no hubiera sido capaz de ayudarme en según qué cosas. Sin entrar en más detalles, os diré que curó mi cicatriz todos los días, me ayudó en la ducha y cada vez que iba al baño y cambió todos los pañales del peque (excepto alguno que le tocó a las abuelas) durante sus primeros días de vida. Pasados estos cuatro meses, aunque físicamente estoy más o menos recuperada, aún me recorre un escalofrío cada vez que algo me recuerda la experiencia. Por ejemplo, me pasa con el olor del jabón que llevamos al hospital, un gel alucinantemente suave y oloroso que nos regalaron en Sha Wellness o ahora mismo, mientras escribo estas líneas. Por supuesto, estoy contentísima de que la cesárea haya permitido que un parto difícil saliera adelante y doy gracias todos los días porque Martín y yo estamos fenomenal. Eso, desde luego, es lo único que al final importa y, como os digo, los malos momentos se los lleva el tiempo, y la montaña hecha de todos los buenos ratitos que pasamos con él ayuda bastante. Como os digo, en esta víspera de aniversario me acuerdo de que lo que al final cuenta no son los anillos que haya podido regalarme el padre de Martín, ni los restaurantes bonitos a los que me haya invitado. El detalle más generoso que ha tenido conmigo jamás fue el de cuidar de mí tras el parto de la forma tan entregada en que lo hizo. Esta noche nos iremos, los tres, a celebrar el día de mañana conscientes, de largo, de que lo importante de la vida es poder compartirla con aquellos a quienes quieres. maternidad Comentarios Teresa Zafra el 30 abr, 2013