Una reseña del libro de Íñigo Domínguez Mediterráneo descapotable. Viaje ridículo por aquel país tan feliz, elaborada por Alicia Guerrero Yeste para ‘La viga en el ojo’.
Acostumbramos en los últimos tiempos a invocar el nombre de Berlanga cada vez más a menudo, no sólo porque ninguna palabra mejor que su apellido sintetiza el concepto de bochornosa realidad de la que descendemos y en la que estamos sino también porque, quizá, el poder apelar al prestigio de su obra fílmica sería un consuelo y última señal de que algo de decoro intelectual nos queda.
Sin embargo, convendría también admitir que en películas que son más carne de emisión en «Cine de barrio» que de sesión de filmoteca encontramos igualmente anticipado y retratado gran parte de ese presente nuestro y sus antecedentes. Tomemos por ejemplo dos películas de Paco Martínez Soria y constatémoslo: veamos Hay que educar a papá, dirigida por Pedro Lazaga en 1971 y en la que Martínez Soria encarnaba a un señor de boina y mus en la tasca pero riquísimo gracias a haber convertido en urbanización los terrenos de un melonar que cultivaron su abuelo y su padre. Bajo un grave síndrome del parvenu , la hija menor del millonarísimo pero rústico matrimonio (Julia Caba Alba interpretaba a la esposa) sometía a sus progenitores a un proceso de adaptación integral que los pusiera a tono con su estatus financiero (dejando instantes como ése donde el personaje del estafador de guante blanco interpretado por Jaime de Mora y Aragón rebautiza a doña Venancia como ‘Nancy’ o la secuencia donde Martínez Soria –con la fabulosa María Isbert como su esforzada profesora particular− desplegaba unas habilidades básicas con el inglés presagiadoras de ‘relaxing cups de café con leche in Plaza Mayor’).
La moraleja de esa historia era que no se puede pasar directamente del melonar al glamour, pero en su secuencia inicial (esa especie de pseudo-NODOs cómicos propios de los filmes de fines de los 60 y comienzos de los 70 donde siempre se insertaba el mensaje de propaganda política) al espectador se le retrataba una España de prosperidad, auge y, sobre todo, aspiraciones en forma de bien inmobiliario a las que uno se encadenaba firmando letras.
Otro caso, también en una película dirigida por Pedro Lazaga: El turismo es un gran invento (1968). Aquí no sólo hay que prestar mucha atención a esa secuencia de inicio ensalzando la España pujante del turismo sino también a la siguiente, a ésa donde Paco Martínez Soria en el papel de don Benito Requejo, alcalde de Valdemorillo del Moncayo y encendido por la fiebre del ‘pogreso’, recorre el pueblo acompañado de algunos de sus compadres, decidido a tirar abajo lo que haga falta y construir lo que haga falta para traer turistas al pueblo y ‘salir del atraso’. (Inciso: Las Bubby Girls, como todas esas extranjeras seductoras de las películas de sol y playa de aquella época, son aquí el subliminal brazo armado de la política en pro del modernizarse.)[i]
Sin boina ni traje de pana, pero en esa secuencia del paseo de don Benito reconocemos ese modelo que tanto ha abundado entre nosotros de político capaz de empeñarse en poner una playa en los Monegros. La otra posible diferencia entre uno y los otros, además de la del atuendo, es que don Benito (como correspondía al trasfondo adoctrinador de aquellas películas) era un arrollador idealista algo bruto pero incapaz de apropiarse con mala fe de lo ajeno (aunque en un momento se le ocurriese la idea de proponer una ‘suscripción popular voluntaria y obligatoria’ para costear su viaje de investigación a la costa del Sol), es más: ponía generosamente su utopía al servicio de las codicias particulares de sus vecinos (un gran hotel, un bar elegante para jugar al mus, chicas…), y sus homólogos actuales no han tenido el menor escrúpulo en hacerlo.
Leer Mediterráneo descapotable. Viaje ridículo por aquel país tan feliz de Íñigo Domínguez es constatar la vigencia de esa España del melonar que quiso dar el salto a la sofisticación y de esas figuras políticas de codicia e incompetencia tan toscas como su capacidad intelectual. Un recorrido por el novorriquismo chusco, con alguna parada entrañable entre los vestigios sentimentales de un kitsch que quizá, remotamente, sea uno de los reductos posibles que nos queden para mirarnos con crudeza y realismo y poder volver en nosotros.
Domínguez recorrió el litoral mediterráneo durante el verano de 2008. Por lo visto en algún momento, e inspirado por el viaje a lo largo de la costa de su país que el periodista italiano Michele Serra hizo en 1985 al volante de un Fiat Panda, dijo que sería divertido recorrer la costa en un Seat 600. La ocurrencia acabó convirtiéndose en el encargo de unas crónicas de ese tour que el periódico El Correo publicaría en sus páginas estivales. Ese encargo, un contenido pensado para sacudir la modorra del lector veraniego, se materializó en estas crónicas en las que un Domínguez, que entonces llevaba residiendo fuera de España siete años, dejó plasmado su asombro creciente ante el paisaje físico y moral que fue hallando entre Colliure y Tarifa. Su viaje concluyó justamente muy poco antes de la quiebra de Lehman Brothers.
Algo hacía vislumbrar en esos días de verano el declive, pero como dice Domínguez en aquel entonces «casi no se ridiculizaba la España estupenda». Él sí lo hizo, no a bordo de un 600 sino de un Peugeot 207 descapotable, y no con una intención burlona, ni tampoco con la mirada del tipo sobrado que mira por encima del hombro tanto a la horterada nuevo-rica como a lo rancio-cateto. El inicial proyecto de hacer esa itinerario en 600 se puede tomar como una declaración de principios: asumir desacomplejadamente como propia la vertiente costumbrista de la idiosincrasia local; ese concreto modelo de coche como el símbolo de una actitud de mirada al frente con el realismo, socarronamente sin duda pero no desde la superficialidad del postureo irónico ni del revival nostálgico a lo hipster.
Domínguez es agudo y certero. El lector prorrumpe en carcajadas producto tanto de la perspicacia de sus observaciones como de su habilidad estilística para el humor con retranca. De su capacidad para exponer lo ridícula o patéticamente hilarante de situaciones y detalles que eran reflejo del estado de celebración «de un fiestón inverosímil de avidez, codicia, ignorancia y ansia de poder, ante ciudadanos distraídos o complacientes».
Él se metió a vivir eso desde adentro, constatando cómo «la costa mediterránea es una sucesión de superlativos, y no siempre buenos»: viviendo la noche codo a codo con la armada de turismo de borrachera de saldo en Lloret («¿En qué momento de su historia un pequeño municipio decide pasarse al lado oscuro, y dice: ‘Bueno, nosotros nos vamos a dedicar al turismo, pero el turismo a saco?’»); disfrutando de las atracciones y amenidades de PortAventura (y en donde vive un momento de epifanía en lo alto del Hurakan Condor: «Se ve la monstruosidad en torno del desierto, de grúas y rascacielos borrosos en la neblina de la canícula, el secarral detrás del decorado. El viajero lo mira estupefacto, con el viento de la altura soplándole en la cara y los pies colgando en el vacío. Sin música, hay un silencio extraño. Es un sólo un instante de conciencia.»); haciendo una parada en el insoslayable Benidorm («Con la luz del ocaso, Benidorm es un paisaje sombrío de Blade Runner castizo […]. O Gotham, la ciudad de Batman, pero con Julio Iglesias de superhéroe con pantalones blancos.») y otra en La Manga del Mar Menor (aquí analizando la importancia de dos filmes, La vida sigue igual y En un lugar de La Manga, una de 1969 y otra de 1970, una protagonizada por Julio Iglesias y la otra por Manolo Escobar, para crear la mitificación de ese paraíso); el surrealismo ‘ostentóreo’ (Jesús Gil dixit) marbellí, con los precios que marcan las etiquetas en la tienda de Tom Ford, su plaza Antonio Banderas y la constatación de que la casa de Isabel Pantoja es algo real y muchos visitantes acuden a la oficina de turismo preguntando por su ubicación )…
En el viaje hay paradas en lugares donde el esperpento se torna particularmente espeluznante, y en donde culmina el paroxismo «de la sofisticación de la tontería, convertir lo normal en lujo», de la explotación de «la plebe queriendo hacer las cosas de los ricos» (y añado: la plebe somos casi todos). La síntesis más perfecta del horror es sin duda Marina d’Or, que Domínguez rebautiza elocuentemente como El respland’Or, esa «ciudad de vacaciones», ese lugar que es «el neopaganismo turístico» pero que iba a ser una minucia frente a lo proyectado para Marina d’Or Golf: diecinueve millones de metros cuadrados, tres campos de golf, un balneario para 7000 personas, un lago artificial con dos kilómetros de playas caribeñas y arrecifes del Pacífico para bucear, reproducción a escala de San Marcos de Venecia y canales con góndolas, también del Arco de Triunfo de París, la Torre Eiffel y la de Pisa, restaurante en una reproducción de la prisión de Alcatraz…y un hotel alpino con un kilómetro de pistas de esquí. Los terrenos estaban ya comprados, las licencias listas y sólo faltaba «un papelito».
«¿Cómo se ha llegado a esto?» se pregunta Domínguez, saliendo de allí en huída. Es quizá en ese momento cuando su crónica, aunque persista el análisis con humor, se enciende enfurecida. Esa distopía de Marina d’Or suena como la síntesis desaforada y grotesca del triunfo de tantísima estupidez. Despilfarros groseros cometidos por políticos capaces de arrasar sin miramientos, de construir basura a precios millonarios y saquear simultáneamente, ese sarpullido (como una imagen de pesadilla) de grúas, rotondas y campos de golf por el territorio, las proliferación de cosas como salas de congresos («un nuevo concepto del turismo ibérico: la congress experience») y todo ese arquitectureo de grandes estrellas, el ubicuo imperativo de «Aproveche la crisis» como eslogan, la conversión de cualquier valor sensible en un logotipo a explotar con la mayor vulgaridad, el quiero-y-no-puedismo… Traspasar un punto donde se experimenta algo más grave que la vergüenza ajena, que la ridiculez.
Si hay una sensación que embarga al lector al ir avanzando en lectura de este libro es una que va más allá de la desazón del reír por no llorar. En la segunda parte, siete años después, cuando ya nada de eso puede ser más un chiste, Domínguez ofrece una pormenorizada enumeración de los estragos causados por los excesos y los saqueos siguiendo el recorrido de su viaje. Retomando cada una de esas anécdotas y sitios que fueron contenidos de aquellas crónicas estivales y descorriendo el velo que había tras ese escenario de cartón piedra y porexpan, de cutrez con ínfulas, evidenciando cómo el sentido común general se iba yendo irremediablemente por la alcantarilla. (Polaris World, el Algarrobico, la constante certificación de que «la ley de costas debe haber sido el material con que más se han limpiado los bajos las autoridades del país», la Ciudad de la Luz, la de las Artes y las Ciencias, Terra Mítica, el caso Malaya, Urdangarín…etcétera, etcétera, etcétera).
Y ahí nos deja Domínguez, que se queda junto a nosotros, en esta sacudida tan necesaria y de agradecer que nos da su libro, autocrítica a fondo sin lamentaciones subliminalmente autocompasivas. En este panorama real de no future, en este aviso sin eufemismos de que quizá es más sensato que nos dejemos de credulidades y resquicios de optimismo. Lamentablemente, si algo se recupera será difícil que algo que evite que el ciclo vuelva a iniciarse.[ii]
Íñigo Dominguez, Mediterráneo descapotable. Viaje ridículo por aquel país tan feliz, Libros del K.O., Madrid, 2015.
Imagen superior: Fotograma de El turismo es un gran invento (Pedro Lazaga, 1968).Las ilustraciones reproducidas del interior del libro son de Esteban Hernández.
[i] Para ahondar en esto, es muy recomendable la lectura de Gabriel Cardona y Juan Carlos Losada, La invasión de las suecas. De la España de la boina a la España del bikini (Ariel, 2009).
[ii] Íñigo Domínguez ahonda en esto último en este texto, firmado por Juan Jiménez García http://detour.es/cosas/juan-jimenez-garcia-inigo-dominguez.htm
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