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Blogs La viga en el ojo por Fredy Massad

Las ficciones y los miedos

Fredy Massadel

En  World’s greatest dad, película dirigida por Bobcat Goldthwait en 2009, Robin Williams encarna a Lance Clayton: el pacientísimo padre de un insoportable adolescente, maleducado, grosero y parásito, que fallece accidentalmente en circunstancias bastante sórdidas. Para evitar avergonzar la memoria de su hijo, el personaje de Williams (profesor y escritor frustrado) falsifica las circunstancias de su muerte, lo que incluye redactar una supuesta nota de suicidio. La sentida nota es difundida por el periódico de instituto dando pie a que quien en realidad era un individuo intratable, tosco e impopular, y absolutamente incapaz de haber articulado una sola de las ideas plasmadas en esa nota, se convierta en un admirado héroe, en un ser querido cuya pérdida afecta a todos. La ficción que el padre crea inicialmente para proteger la dignidad de su hijo acaba paulatinamente agrandándose y convirtiéndose en un instrumento útil que sirve tanto a Clayton, como a alumnos, adultos y a la comunidad escolar (que incluso se traslada más allá de los muros del instituto, al llegar incluso la supuesta sensibilidad extrema del incomprendido muchacho que se quitó la vida a ser tema de un programa de televisión sobre temas de ‘interés humano’), para afianzar las ficciones necesarias que ellos mismos precisan hacer de sus propias realidades.

Sirva esta referencia (además de como homenaje a Robin Williams) como una absolutamente precisa ilustración de los efectos venenosos de las ficciones, que han quedado igualmente precisamente ilustrados recientemente en el caso Pujol. Un caso que encuentro particularmente interesante porque en la construcción de ese engaño reconozco ciertas similitudes respecto a lo que ha estado y continúa sucediendo dentro del ámbito del pensamiento y el debate sobre arquitectura: no sólo de la manipulación que de él han estado efectuando quienes quieren arrogarse el crédito de ser sus artífices; sino también de la fervorosa fe de tantos creyentes que han sido pilares del sostenimiento de esa manipulación, de esos engaños.

El tema de mi reflexión no son las consecuencias políticas, ni la confirmación de la corrupción generalizada entre los poderes fácticos –sin olvidar el esperpéntico agravante en este caso de que el expresidente de la Generalitat y prócer del catalanismo hubiese creado un centro de estudios con su nombre con el proyecto de «elaborar un código ético para profesionales de la política»− sino la reacción que periodistas, analistas y otros políticos que teniendo en mayor o menor medida conocimiento de esos hechos escogieron mirar para otro lado, no investigar no denunciar…fuese por conveniencia, por miedo, o por ambas cosas, y de la omertà (ese excelente vocablo recuperado al hilo de este caso).

Mi interés en ahondar en estas similitudes estriba en el hecho de que refuerza la evidencia de cómo la arquitectura está hoy, al igual que la política, también superpoblada por prestidigitadores, falsos profetas y personas más oportunistas que oportunas, que esgrimen en su defensa ideas tan falsamente complejas como livianas y básicas, tan falsamente triunfalistas y proclamadoras de cambio como conformistas. Figuras que ahora mismo siguen su juego respondiendo a la necesidad imperiosa de crear un cuerpo crítico y teórico (de «juego limpio, honestidad y tolerancia», extrayendo tres términos del proyecto ético promovido por el centro de estudios de Pujol) para el presente mediante la urdimbre de nuevas-otras ficciones, puesto que mirar de frente a la realidad y acatarla supondría la obligación de asumir peligrosos o, cuanto menos, arriesgados compromisos, que amenazarían con romper muchos tácitos pactos de conveniente silencio. La dichosa omertà.

Sirva asimismo la reflexión que Santos Juliá ha elaborado de este caso, no sólo por el calado de ésta sino también por la manera clara en que relaciona a Pujol con el ejercicio de la ficción: «fabulador de un gran engaño, el constructor de un gran relato». Resulta perspicaz en este artículo la analogía que Juliá traza entre la síntesis argumental de un cuento tradicional y la figura que en un momento encarnó Pujol porque ese paralelismo enfatiza el grado del engaño situado en el escenario como realidad, como verdad, incluso como legitimidad moral y ética.

Este no es un texto que pretenda denostar la ficción. Al contrario: estoy convencido de que el poder principal de la ficción es el de poder actuar como un elemento capaz de reenfocar y rearticular realidad e imaginación, y que puede así lanzar sobre la realidad una luz que la desvele, que la manifieste con mayor claridad, que nos otorgue mayor lucidez. Una de las posibilidades de conclusión  que ofrece el artículo «La áspera verdad» del historiador italiano Carlo Ginzburg es la de reconocer como un desafío el indagar en las preguntas sobre la realidad que son lanzadas desde el campo de la ficción y que incentivarían otras formas de escudriñar en pos de reconocimientos de la esencia que define la realidad. (En su artículo, Ginzburg se refiere concretamente la literatura: «los procedimientos narrativos son como campos magnéticos», escribe. Nosotros sin duda debemos tener en cuenta los otros muy numerosos ámbitos en los que encuentran hoy territorio las ficciones sobre la arquitectura.)

No va a ser aquí la primera vez que recalque que es patente cómo la profesión ha pactado unas reglas de juego interesadas y perversas; pactos de no agresión para mantener un estatus quo de ausencia de debate, de contraposición de ideas que sirviera, desde la discrepancia, como campo de pensamiento estimulante y constructivo para todos. Estrategias que noticias como el caso Pujol exponen aún con más total claridad cómo, desde hace mucho tiempo, la crítica y el pensamiento sobre la arquitectura han dejado de interesarse por la realidad desnuda, compleja y real y han optado por convertirse en creadores y sustentadores de ficciones sustitutorias.

Por un lado, es decepcionante y lamentable ver simposios cuyo tema principal es reflexionar sobre la crítica y en los que ninguna intervención se compromete a hacer disecciones críticas de la crítica sino crípticas elucubraciones intelectualoides. Da la sensación de que todo el mundo se ha convertido en un intelectual cuentacuentos: en urdidores y narradores de fábulas, de excéntricas ficciones que los apartan de la realidad y con las que evitan dar cualquier arañazo molesto al sistema. Y si se repregunta, haciendo hincapié, posicionamiento concreto frente a la realidad de esas ideas planteadas siempre las respuestas son bobas evasivas, posturas demasiado blandas y ambiguas, dóciles y frívolas, y dispuestas a festejar ocurrencias inocuas  de manera que los debates estarán encaminados a la seducción superficial del like, nunca a buscar ni desear posiciones confrontadas.

De las reglas que sustentan ese pilar de las ficciones actuales en la arquitectura resulta una postura que tiende a descalificar como de «francotirador» o «pistolero» al que ha intentado poner en cuestión lo que se decidió como establecido, intolerante a analizar en profundidad la complejidad del momento que lleva a confundir la profundidad de la crítica con el simple hecho de criticar y que temen someter a examen lo que otros producen por miedo pueril a que la crítica se transforme en un acto de revancha. Y que parezca –como en el caso Pujol− que la crítica, mostrar la realidad tal como era: sin engaños, sin ficciones, sólo es posible cuando se abre la veda: cuando se da permiso para el ataque.  Como si esas evidencias nunca hubieran estado ante los ojos, para quien quisiera verlas o presumirlas, para simular reaccionar con una mezcla de sorpresa, escándalo y profunda decepción por haber sido supuestamente engañados (por esas ficciones que ellos mismos alentaron y que, de diferentes maneras, maneras contribuyeron a mantener vivas) cuando lo único verdadero de esas reacciones es el alivio de que esa mentira haya dejado de formar parte de la realidad; de creerse víctimas de esa mentira cuando lo que se está haciendo de hecho es meramente escapar de ser parte (más o menos pasiva) de ese juego.

En cierto modo, ¿no hemos pactado todos la construcción y sublimación de esos próceres cuya palabra no se ponía en cuestión, saliese lo que saliese por su boca?  ¿Nadie quiere reconocerlo? Por ejemplo, ¿no han sido culpables muchas veces las revistas de prestigio cuando postergaron el debate sobre arquitectura para entronizar como ídolos los rostros de los protagonistas escogidos?

A modo de ejemplo: recientemente, tuve ocasión de escuchar en la última edición de FICARQ (Festival Internacional de Cine y Arquitectura de Avilés) a Richard Levene, co-director de El Croquis, relatar cómo se elaboró, a principios de los 90, la monografía que esta publicación dedicó a Rem Koolhaas. Según entendí, Koolhaas no consentía la cesión de material aunque, simultáneamente, hacía la vista gorda para facilitar la tarea de procurarse el material necesario (seguramente por ser el primer interesado en que esa monografía viera la luz). Este relato me parecía algo más que una anécdota, puesto que las  palabras de Levene parecían corroborarme la necesidad no de un empeño de editor por lograr a costa de lo que fuese publicar una monografía sobre un arquitecto cuya obra se valoraba sino de aferrarse a la idea mítica-mitificada del personaje (que éste, con su supuesta resistencia, no hacía sino fomentar) y contribuir a cimentarla y diseminarla. La narrativa sobre el aura, el carisma, se imponía sobre cualquier posibilidad de desligar a esos individuos de las ficciones creadas en torno a sí mismos para analizarlos críticamente. Las ficciones han cimentado las direcciones de cualquier explicación sobre su trabajo y sus implicaciones, ciñendo todo a un argumento plano, previsible. En el caso de Koolhaas, otorgándole la supuesta complejidad del rol de gran cínico, gran gurú entre brillante y perverso. En otros, como el propio Foster autorizaba a plantear desde aquel documental biográfico, la ficción se apoya en argumentos de heroísmo con raíz pseudo-folletinesca.

Y esto es algo a lo que ha contribuido esta mitificación: una imposibilidad para poder enfocar críticamente esos arquitectos, esos edificios, desde una libertad no condicionada por los aprioris impuestos por esos relatos planos, acotadores; desde una pluralidad de ideas no destinadas a revolverse y a regurgitar, a retroalimentarse, dentro de los márgenes de esas ficciones, sino a interpretar y entender desde un sentimiento de deuda con la realidad. Otro aspecto de la intervención de Levene que me pareció relacionable con la idea de la generación de ficciones vino al hilo de la afirmación de que la vocación de El Croquis era la de documentar: dejar una constancia de la buena arquitectura que se había construido en el periodo de transición entre el siglo XX y el XXI. El uso del calificativo buena arquitectura sugería la noción que no haber asumido que todo aquello que la revista ha publicado no constituye un canon per se, sino una interpretación concreta acerca de lo que sus criterios editoriales han considerado de valor e interés. Más al hilo del momento presente, aferrarse a la etiqueta de ‘buena arquitectura’, sin reconocer lo necesario de relativizar el valor de la propia opinión, supone confirmar las tendencias de la ficcionalización: parcializar la realidad e, indirectamente, jerarquizar un paisaje arquitectónico entre las concepciones y formas de hacer contemporáneas.

Y eso es lo que hoy mayoritariamente sucede: cuando una necesidad del ajuste, de la forzada adecuación de la realidad a las propias ideas lleva a articular ficciones en forma de intelectualidades respetables. O también, pero mucho más gravemente aún, cuando esa necesidad se vuelve una grave invención falsaria y manipula deliberadamente; cuando termina convirtiéndose en un bucle autorreflexivo por miedo a que aparezca esa luz delatora de ciertas cuestiones de la realidad, y se convierte en una cuestión problemática y ponzoñosa.

¿Qué ha dejado de hacer la crítica, entendida como forma de analizar y construir pensamiento sobre la realidad, para acabar transformada en tantos casos en legitimada sustentadora de ficciones, de malas fabulaciones que aluden al sentido peyorativo del cuento, del cuentista?

Regresando a World’s greatest dad, es finalmente el personaje de Williams el único en sentirse asqueado de la ficción a la que su acción dio origen y que sirvió a todo su entorno para crear un mito y sentirse partícipes de su heroicidad. El profesor Clayton se zambulle al agua saltando desde un trampolín para purificarse, librarse del lastre de esa mentira. Las ficciones han servido a algunos para consolidar su poder, para perpetuarse. Pero también como refugio de los complacientes y los pusilánimes. Y, como ha recalcado el caso Pujol no tanto para el protagonista, sino para aquéllos que sustentaron de una u otra forma la estructura y desarrollo de esa ficción, ¿qué pasa cuando el mito se derrumba?

Hagamos ficción y traslademos esa pregunta al ámbito de la arquitectura presente, poblada también de cuentos, fabulaciones insultantemente mentirosas y una consentidísima omertà pero en donde, sin embargo, parece absolutamente remota la posibilidad de que suceda un escándalo desmontador o cuestionador de mitos tan flagrante. Porque no todo es, ni sería tampoco en este caso, tan fácil como aceptar que el rey estaba desnudo y que su leyenda se había escrito a base de inventos mentirosos. Habría que confrontar entonces (quien no esquivara como pudiera, como están evidenciando las actitudes de esos que sabían y prefirieron seguir al amparo de una ficción) todas las preguntas acerca de por qué se aceptaron esos mitos y héroes y sus cuentos; y confrontar sobre todo las respuestas que nos tendrían que hacer ver que, en el mejor de los casos, fuimos sólo atontadamente crédulos; y, en el peor, hipócritas y estúpidos.

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