Por Josep-Maria Arauzo-Carod – Departament d’Economia – Universitat Rovira i Virgili (QURE-CREIP) – @IND_LOC
Hasta hace no pocos años la dimensión económica de las actividades culturales se consideraba prácticamente inexistente y éstas eran vistas como meras actividades con vocación deficitaria: poco capaces de generar recursos por si mismas y, por lo tanto, consumidoras netas de subvenciones públicas. Posteriormente, dichas percepciones mutaron de forma bastante radical y empezó a difundirse una opinión contraria que atribuía a determinados eventos culturales una responsabilidad en la generación de empleo y rentas que muchas veces excedía notablemente las cifras reales. Es en este contexto que se generalizan festivales de teatro, música y artes escénicas diversas a partir de la consideración que éstos tienen un impacto considerable sobre el tejido productivo local. La situación actual, en cambio, es algo más ponderada, y sin menospreciar el positivo impacto que sin duda dicho tipo de festivales tienen sobre las economías locales en forma de empleo y dinamización económica, se considera que es preciso matizar algunas previsiones de impacto, sin duda exageradas durante los años en que multitud de eventos de este tipo hicieron su aparición.
Estamos en un contexto mucho más racional en el que ni se menosprecia la contribución de las manifestaciones culturales puntuales (organizadas básicamente por la administración local), ni se considera que éstas sean la panacea para solucionar el desempleo local. Esto es especialmente cierto a partir de la formulación por William Baumol y William Bowen de la ley conocida como “enfermedad de las artes escénicas” o, simplemente, como “ley de Baumol”, según la cual las artes escénicas forman parte de las actividades en las que los costes tienden a dispararse mientras que la productividad apenas se incrementa; situación que no se produce, por ejemplo, en las manufacturas o en otros servicios. Dicha situación convierte las artes escénicas (y a buena parte de las manifestaciones culturales en vivo) en deficitarias y las condena a la dependencia permanente de las subvenciones públicas. A pesar de que la “ley de Baumol” es cierta y ha estado contrastada empíricamente en numerosas situaciones, lo cierto es que ésta se refiere a una visión muy parcial de las actividades económicas y a su contribución al bienestar general. En este sentido, las actividades culturales organizadas en el marco de festivales de teatro, música o danza no tan sólo tienen un impacto significativo en términos de empleo o actividad económica en los sectores estrictamente vinculados a la cultura, sino que también su impacto se extiende a otros sectores nada relacionados con los sectores culturales (transporte, restauración, energía, servicios empresariales, hostelería, comercio, etc.) y, sobretodo, contribuyen al progreso de las economías locales y regionales a través del prestigio, y el city marketing que generan en las localidades organizadoras de dichos eventos, así como en términos de la riqueza cultural y la cohesión social que se obtienen a partir de ellos. En este sentido, una cosa es el déficit o superávit que una institución o que un festival puedan tener de forma puntual y otra cosa muy diferente es la contribución de dicha institución o festival al conjunto de la actividad económica. Es cierto también que estos términos (riqueza cultural y cohesión social) son ambiguos y de difícil mesura. A su vez, puede argumentarse que dichos beneficios sociales son poco realistas y que no tienen porqué compensar los déficits anteriores (si es que éstos existen, claro está). Y es justamente a partir de estos argumentos que consideramos que es necesario un ejercicio permanente de evaluación de dichas políticas culturales a efectos de precisar con detalle cuánto y cómo contribuyen al bienestar local y regional. Es justamente por ello que es necesario saber hasta qué punto actividades culturales del tipo de festivales de música o teatro pueden o no ser instrumentos válidos de city marketing y de generación de rentas, al margen de su función en términos de incrementar el capital cultural de los ciudadanos que se benefician de dichas actividades.
Es por todo lo anterior que es necesario prescindir de determinadas visiones triunfalistas (o catastrofistas) sobre el papel de dichos festivales y, al mismo tiempo, generar información precisa y veraz sobre los mismos, una información que sirva a los gestores culturales para tomar decisiones que permitan conjugar los impactos positivos del consumo cultural con los consiguientes impactos económicos sobre el conjunto del tejido productivo. Hoy en día las administraciones públicas no pueden ser gestionadas sin datos, entre ellos los relativos al impacto de las políticas públicas. Y es que la calidad de dichos datos es clave para asegurar la eficacia de las políticas públicas y una adecuada asignación de recursos que, sin duda, pasa por las actividades culturales.
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