La santidad de Juan XXIII y Juan Pablo II, proclamada oficialmente por la Iglesia y de la que la gran mayoría de los cristianos estábamos convencidos, se forjó en su trato con Dios y en su entrega sin reservas a los demás. Un aspecto de esa cercanía a las necesidades del prójimo lo vivieron ambos en una vertiente diplomática y en un escenario internacional.
Sin buscarlo, Angelo Roncalli, el hijo sacerdote de unos campesinos italianos, se vio abocado a ejercer la diplomacia vaticana como delegado apostólico en países como Bulgaria, Turquía o Grecia, y después Nuncio en Francia, en unos años traspasados por la Primera y la Segunda Guerra Mundial y por el periodo de entreguerras. Pero su tarea no se limitó a desarrollar los fríos oficios del representante de la Santa Sede, sino que buscó el acercamiento generoso a las gentes de aquellos países, cristianos ortodoxos y musulmanes, interesándose por sus problemas y sentando las bases de un ecumenismo o de un diálogo interreligioso por el que transitaron sus sucesores en el Pontificado.
Juan XXIII tuvo también que afrontar, ya como Papa, con sumo tacto, conflictos internacionales como la crisis de los misiles en Cuba en el año 1962 -en la que tuvo una intervención que ayudó claramente a superar la tensión entre Washington y Moscú- o la construcción del Muro de Berlín, un año antes.
Precisamente, en la caída en 1989 de ese muro que separó en dos a Alemania y en la desmembración de la Unión Soviética influiría de manera clave Juan Pablo II, que incluso llegó a profetizar el fin de la cortina de hierro. Karol Wojtyla, que había sufrido en sus carnes el yugo comunista sobre Polonia marcó el camino con sus viajes a su país natal y su denuncia de la opresión sufrida en los países satélites de la URSS. No en vano, el atentado que estuvo a punto de costarle la vida llevaba la marca de los servicios secretos de Breznev. La llegada al poder en la URSS de Mijail Gorbachov y la política emprendida por el presidente estadounidense Ronald Reagan encontraron en Juan Pablo II un aliado formidable para que se produjera un cambio histórico.
Juan Pablo II fue un Papa que no conoció fronteras. Ningún jefe de Estado o de Gobierno quiso perderse la posibilidad de un encuentro con el en Roma o de recibirle en su país. Sus 133 viajes –cinco de ellos a España- no sólo representan una cifra récord para un Pontífice, sino que reflejan muy bien su deseo de llevar la fe cristiana por los cinco continentes. Juan XXIII y Juan Pablo II marcaron la Historia de la Iglesia, pero también la del mundo.
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