NB: Este artículo fue publicado anteriormente en El Economista.
Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) aniquilaron al líder de Hizbolá, Hassan Nasrallah, el 27 de septiembre de 2024, cuando se encontraba junto a otros 300 miembros del grupo terrorista en el búnker subterráneo de su cuartel general, al sur de la capital del Líbano.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, se atribuyó la responsabilidad de la decisión sobre dicha misión y afirmó que “Nasrallah no era un terrorista. Él era el terrorista”.
Hizbolá sufrió un daño espectacular con la pérdida de sus jefes de mayor experiencia militar, incluidos el líder máximo del grupo, Nasrallah, su primo y sucesor, Safieddine, y el substituto de éste, que fueron eliminados en un periodo de once días.
Muchos árabes han mostrado su felicidad por la desaparición de Nasrallah, como, por ejemplo, en Siria, donde se recuerda al medio millón de sus compatriotas que fueron eliminados por las fuerzas del eje de la resistencia durante la guerra civil siria.
Hizbolá está mutilada y debilitada como nunca lo había estado anteriormente, aunque su organización no ha desaparecido ya que sigue contando con miles de activistas.
Este golpe es un triunfo de Israel en su enfrentamiento contra el círculo de fuego que Irán había desplegado durante años en el Levante para llevar una guerra a través de apoderados hasta las fronteras del Estado de Israel y para disuadirle de atacar a Irán.
No obstante, esta desaparición del diablo que Israel conocía tan bien supone un reto para su estructura de inteligencia y de seguridad, que entra en un periodo de incertidumbre en el que tendrá que aprender muy rápidamente a gestionar a la Hizbolá que surja de esta crisis.
Las represalias de Hizbolá contra Israel, hasta el momento, están siendo modestas relativamente, aunque el grupo no esté arrodillado.
El Líbano es un Estado fallido y su élite política está tan corrompida que no querrá aprovechar esta oportunidad para intentar revivirlo y para encontrar el camino de su recuperación nacional tras años de guerras civiles, sectarias e ideológicas.
Hizbolá es la joya de la corona del eje de la resistencia que Irán creó en 1982, tres años después de la toma del poder en Teherán por una revolución islámica, liderada por el ayatolá Jomeini, que acabó con la monarquía iraní.
El dilema en el que se encuentra el régimen de Irán es monumental.
La pérdida de Nasrallah y la debilidad de Hizbolá han deteriorado sustancialmente la capacidad de disuasión de Irán frente a Israel.
El lanzamiento de 180 misiles balísticos iraníes el 1 de octubre de 2024, Año Nuevo judío, era hacer algo que no hacía nada serio a Israel y fue anticipado por Estados Unidos (EE. UU.).
El gobierno de Teherán debe decidir ahora cómo reaccionará a los ataques de Israel del 26 de octubre de 2024, mediante la operación “Días de arrepentimiento”, contra Teherán y contra bases militares, un centro nuclear y fábricas de misiles y de drones iraníes, sin provocar una guerra abierta, que arrastraría a EE. UU. en defensa de Jerusalén y que pondría en peligro la supervivencia del sistema político iraní.
Las dos soluciones que Irán está evaluando son o bien una mala, no hacer nada y, por tanto, poner fin a su capacidad de disuasión frente a Israel, o bien otra peor, escalar el conflicto que le pueda llevar a una guerra contra EE. UU. de desenlace fatal.
Las fuerzas dentro de Irán que son partidarias de acelerar la culminación de su programa nuclear como única herramienta real de disuasión están reforzándose, ahora que el eje de la resistencia está siendo sacudido.
Este tipo de guerra no es convencional, sino, híbrida, selectiva y tecnológicamente intensiva.
Sin embargo, el factor más importante del cálculo estratégico de Irán es la reacción posible de EE. UU., con quien Teherán tiene abiertas líneas de comunicación permanentes.
El apetito por una guerra regional en el Oriente Próximo es inexistente en Washington en vísperas electorales y ante una transición posible de poder en la Casa Blanca.
El nuevo presidente de Irán, Masoud Pezeshkian, está a la espera de los resultados electorales del 5 de noviembre en EE. UU. para saber si es posible recuperar un acuerdo nuclear con EE. UU. y conseguir, así, un levantamiento de las sanciones económicas al país.
Pezeshkian es un reformista en términos iraníes, es decir, alguien cuya política exterior se inclina hacia Occidente para propiciar un entendimiento sobre el programa nuclear y conseguir el final de las restricciones que padece la economía de Irán desde hace años.
El presidente Pezeshkian derrotó a sus competidores de los llamados conservadurismo moderado -abiertos a negociar con Occidente desde una posición de fuerza- y conservadurismo ideológico -partidarios de un mundo no controlado por Occidente y pesimistas sobre un entendimiento con éste-, en las elecciones de junio y de julio pasados.
El tomador de decisiones último en Irán es su líder supremo, Ali Khamenei.
No obstante, no debe despreciarse el poder de Pezeshkian, quien ejerce una influencia enorme dentro del régimen iraní.
El presidente cuenta con un gobierno formado por su equipo más leal y rige sobre el Consejo de Seguridad Nacional Supremo de Irán, órgano que presenta ante Khamenei alternativas de importancia estratégica, como sería la firma de un acuerdo nuclear con Occidente.
Irán no quiere una guerra sin límites, como la que le enfrentó a Iraq durante ocho años desde 1980, nada más triunfar la revolución islámica en su país.
Las líneas rojas de Irán no son tan rojas y EE. UU. es capaz de influir decisivamente el proceso de toma de decisiones iraní.
Queda por resolver la duda sobre si, a pesar de lo anterior, Israel esté tratando de empujar intencionadamente a EE. UU. a una guerra regional porque haya visto en la situación actual la oportunidad histórica de acabar con el régimen iraní de una vez por todas.
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