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Políticas de Estado

Federico Ysart el
El Rey con los sefardíes

El acto en que el Rey Felipe ha dado hoy la bienvenida a más de cuatro mil nuevos españoles descendientes de los judíos expulsados del país en el siglo XV, es la plasmación fáctica de una política de Estado parcialmente iniciada durante el reinado de su bisabuelo Alfonso XIII.

Se trataba entonces de otorgar cartas de naturaleza a los sefarditas que un año antes el tratado internacional de Laussane les había privado de su condición de protegidos plasmado en el régimen de capitulaciones de Turquía. Eso trató de remediar  el “Real Decreto de 20 de diciembre de 1924 sobre concesión de nacionalidad española por carta de naturaleza a protegidos de origen español”.

Con la Ley aprobada en la legislatura que termina, hoy se ha reparado la Justicia en el Palacio Real. Ojalá cundiera el ejemplo a lo largo y ancho de un país condenado a sufrir tres semanas y pico de campañas electorales.

Este tipo de campañas están mostrando desde hace unos años la peor versión de la política. El cúmulo de estupideces con que se adorna el candidato, las promesas falaces, el truco del conejo en la chistera y la improvisación descarada son poco menos que nada comparados con la descalificación del adversario como paso previo a su atropello.

No es sólo cosa nuestra, aunque aquí hayamos alcanzado niveles de excelencia en todo ello con la colaboración nunca bien ponderada de los medios de comunicación. Debates dictados por exigencias de la audiencia, entre otros fines, exhibiciones de habilidades que poca o ninguna relación guardan con las exigencias que un gobernante ha de cumplir, remedos de concursos de eslóganes y hasta de belleza; en fin, hoy la campaña electoral se reduce a una oferta barata de enfrentamientos entre personajes más o menos interesantes en detrimento de la confrontación de lo que harían con el poder que les pudiera conferir la representación a la que aspiran. Basura.

El papanatismo es uno de las tentaciones viciosas del pueblo español, aparentemente incapaz de superar el complejo de inferioridad acumulado por desastres diversos a lo largo de dos siglos largos. Desde la pérdida del liderazgo mundial hasta la última dictadura pasando por guerras civiles, han hecho del nuestro un país de autoflagelantes incapaces de expresar el orgullo por su sentimiento de pertenencia que caracteriza a los patriotas.

Reconstruir, o construir, puentes de entendimiento entre los agentes que hoy se descalifican, cuando no aflora la cuchillada trapera, requerirá esfuerzos que bien podrían dedicarse a otros menesteres directamente relacionados con las cuestiones que realmente atañen al bien común. Y no digamos nada si tarea tal cayera en manos de quienes ambicionan estampar su firma al pié de una nueva Constitución después de poner patas arriba el pacto de concordia que cerró la fosa abierta por la última guerra civil.

Parafraseando aquello que Clemenceau dijo aplicado a la guerra y los generales, la política es asunto demasiado importante como para dejarlo en manos de los autoproclamados políticos. Es lo que están diciendo, con otras palabras y generalmente más gruesas, nuevas generaciones partidarias, mareas y movimientos de diversa naturaleza. Lo malo es que apenas pisados los felpudos de las instancias de poder, los recién llegados ya han sucumbido a las peores prácticas del establecimiento que pretenden sustituir.

En Argentina acaba de producirse un hecho que aquí resultaría difícil de imaginar: el presidente electo, Macri, ha ofrecido continuar en su nuevo Gobierno a Lino Barañao, ministro de Ciencia y Tecnología de los Kirchner,. Después de tener el gesto de pedir la venia de su hasta ahora mandataria, el reputado científico ha aceptado; la ciencia no es objeto de opiniones partidarias sino de datos, ha dicho.

¿Habrá aquí alguna corporación municipal o autonómica en que se haya producido un caso similar en el último relevo? Por anchas que puedan ser las distancias entre socialistas y populares nunca lo serán tanto como la que media entre Kirchner y Macri, entre los peronistas y el liberal que con un sólo gesto ha indicado como se hace una política de Estado.

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