Conocí a Ángel Benito en el año 62, Universidad de Navarra, comenzando yo la carrera de Periodismo, o Ciencias de la Información; no recuerdo cómo se llamaba. McLuhan acababa de publicar La galaxia de Gutenberg, obra que daría mucho juego en años sucesivos. El creador del “hombre tipográfico” hasta hizo un cameo en Annie Hall, la película con que Woody Allen consiguió cuatro Oscar.
El profesor Benito, del que su colega M’Albertos ha hecho un magnífico daguerrotipo en el ABC del día 13, entró en el aula de la vieja Cámara de Comptos Reales de Pamplona con la solemnidad de un maestrante sevillano. Eran tiempos lejanos, cuando los alumnos vestían corbata y tratábanse de usted con los profesores, cortesía que tras algunos meses de convivencia académica podía derivar en auténtica amistad.
Así sucedió en mi caso. Durante aquellos años sesenta, el profesor de Teoría de la Información estaba escribiendo su primer libro, un voluminoso estudio sobre el pintor Vázquez Díaz que publicó al comenzar la década siguiente. Más que investigación artística, aquellas quinientas páginas eran fruto de un estudio multidisciplinar en el que los medios informativos, escritos y audiovisuales, adquirían el valor de fuente junto a la obra del pintor.
Ángel Benito, después de haber estudiado Historia del Arte en la Universidad de Sevilla y Periodismo en Madrid, se volcó profesionalmente en inculcar en los estudiantes de periodismo la responsabilidad de ser hacedores de historia. Los periódicos son parciales, naturalmente, decía, porque les falta la distancia necesaria para sedimentar sentimientos; pero con la pluralidad de informaciones propia de una sociedad libre el historiador terminará por hacerse una imagen bastante real del pasado.
Hablar de sociedades libres en la España de los años sesenta era poco menos que hacer futurismo. Hasta conseguir la cátedra en Madrid, Ángel vivió más de diez años en la Navarra tradicionalista de Montejurra y las almendras garrapiñadas de Ujué. Un monárquico liberal, como su maestro Antonio Fontán, en la corte de la dinastía carlista que allí personificó María Teresa de Borbón Parma al llegar a su Universidad.
Durante la multitud de horas vividas en tertulias, cafés y más allá de las aulas, Ángel acabó siendo un gran amigo.
Fue testigo de mi boda con Consuelo Álvarez de Toledo. Mucho nos reímos recordando años más tarde, cómo no supo ver en ella su potencial periodístico; y también aquel viaje en el que el ilustre decano de Facultad cruzó la península en el asiento trasero de nuestro viejo Seat 600.
La categoría de maestro no es común en el mundo universitario. La Real Academia lo define como persona de mérito relevante entre las de su clase. Ángel Benito acumulaba méritos para ser así considerado por muchos.
A su lado, como profesor adjunto en las universidades de Navarra y Complutense, aprendí, o eso creo, la capacidad para interesar a más de un centenar de estudiantes en cuanto subyace tras las páginas de un periódico, las imágenes que atrapan la atención del telespectador, o la imaginación con que el radioescucha vive la noticia de un accidente.
Hombre cordial, sevillano sin otro acento que la finura intelectual, vivió una vida plena, enredado entre sus lecturas y escritos, disfrutando de las bellas artes y de la compañía de sus amigos, y descansando hasta el último suspiro en su adorada Marisa Ciriza, alumna y compañera.
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