En las semanas siguientes ni vi al Maestro ni tuve noticias de él. Yo creo que nos huía a todos, que era como esos perros enfermos que se retiran a un escondite para morir en paz. De vez en cuando hablaba con compañeros de la secta y nadie sabía nada de él. Creo que de alguna manera temíamos saber.
A finales de octubre me llamó la hermana del Maestro para decirme que estaba en el hospital en la unidad de cuidados paliativos. Ya era cuestión de días. Quería verme.
Recuerdo que pasé un buen rato pensando qué ponerme. Sabía que sería nuestro último encuentro. Quería que viese mi mejor yo, el que tantas veces tengo oculto debajo de mis neuras y mis tristezas. Elegí una camisa suelta color manzana y un pantalón de lino blanco. También me puse un fular morado al cuello. Aunque hacía fresco, no quise ponerme una rebeca.
Era un día gris y ventoso. El viento jugaba con mi melena, que es rizada y rubia. Pensé que al Maestro también le habría gustado jugar con mi pelo. Era una persona muy táctil, creía que sólo con el tacto llegamos a conocer el interior de las cosas. Pensé en eso y en todas las cosas que no habíamos llegado a hacer juntos. Sobre todo pensé en ese viaje a Hanoi a visitar el Templo de la Literatura, que tanto le atraía aunque sólo fuera por el nombre. Tantos libros que habíamos quedado que discutiríamos, tantos conciertos a los que ir… A veces pienso que la vida consiste en perseguir un horizonte que se está alejando todo el rato y que al final lo único que queda es una pequeña hoguera rodeada por la oscuridad inmensa de todo lo que no hiciste, de tus pesares, de tus añoranzas.
Paré en una floristería cercana al hospital y le compré un ramo de siemprevivas. Sólo cuando hube pagado caí en la cuenta de la ironía de comprarle unas siemprevivas a un moribundo. Era el tipo de ironía que le entusiasmaba al Maestro. Decía que las costuras de la vida se descubren en la ironía y en el dolor y que puestos a elegir, se quedaba con la primera.
En el pasillo del hospital me salió al paso su hermana, a la que nunca había visto. Era una mujer delgada y seca, que no se parecía en nada al Maestro. Hablaba en un susurro que tenía algo de monjil. “Gracias por haber venido. Estate preparada para cuando entres en la habitación. Está muy mal.”
Aunque me había prevenido, casi me echo a llorar cuando ví al Maestro. Estaba en los huesos. Tenía la piel amarillenta y sus pómulos salientes y su nariz afilada anunciaban ya la calavera que pronto sería. Había adelgazado mucho y parecía que en un mes las arrugas del setentón que nunca sería le hubiesen invadido la cara y el cuello. Tenía puesta una sonda y me imaginé una típica broma del Maestro: “¡Qué pena que no sea güisqui!”
– Me alegra que hayas venido. Quería verte antes de que me empiecen a hinchar de morfina y me quede como atontado. Dicen que será como si muriese mientras duermo. Me hubiera gustado estar presente en el momento de mi muerte y darme cuenta de todo. Haber recogido datos de la experiencia para escribir ese gran poema sobre la muerte del que hablé en la última conferencia y que ya no escribiré. ¿Sabes que los japoneses tienen la tradición de escribir un poema a la muerte en sus últimos instantes? Mi favorito es uno del monje Toko: “Los poemas a la muerte/ son un engaño./ La muerte es la muerte”. Así se habla. Pronto descubriré lo que es la muerte.
Sonaba entre resignado y triste, pero no asustado.
– Los jesuitas producen a los mejores ateos del mundo. Cuando estudias con ellos, o sales cura, o sales ateo. Yo salí ateo. Me gustaría creer en un más allá. No me importa desaparecer. Lo que me angustia es la idea de que igual todo fue en vano.
– Has hecho feliz a mucha gente con tus libros. Te apreciaban porque les llegabas al corazón.
– ¿En qué libro de autoayuda aprendiste una frase tan bonita?- me guiñó un ojo.
– No hay manera de engañarte,- admití. El Maestro no era un moribundo que estuviese dispuesto a dejarse consolar con unas cuantas frases de Paolo Coelho.
– No sé si ha merecido la pena lo que hice…- De pronto se incorporó a medias y dijo con su voz más rotunda.- ¡Qué coño! ¡Sí que merecieron la pena mis libros!
No sé si estaba convencido o si lo pretendía para animarme. Volvió a recostarse.
– Lo que lamento son todos los años que pasé enseñando a adolescentes cosas que nos aburrían a ellos y a mí. Tenía que haber dejado el instituto y haberme puesto a viajar. Comencé a viajar demasiado tarde. Es mucho lo que me he perdido.
– La gente es la misma en todas partes y después de un rato hasta las pirámides de Egipto dejan de sorprender. El principal viaje es el viaje interior y ese…
– ¿Más filosofía barata de libro de autoayuda?- Me sonrió condescendiente, como indicándome que después de tantas noches de conversaciones hasta la madrugada, seguía siendo una adolescente que recurría a la autoayuda cuando las cosas van mal y que no aceptaba que la vida es lo que hay hasta que se acaba y lo que haya después poco importa, si lo que hubo antes no mereció la pena. – La muerte es una tregua a la reacción sensorial, a que te manejen como marioneta las pasiones, al tributo que se rinde a la carne.
– ¿Pascal?
– Marco Aurelio. En fin que dentro de nada las pasiones dejarán de agitarme y de llevarme adónde quieren. La pena es que no estaré para verlo.
Se me escapó un par de lágrimas, que fueron bajando muy lentamente por las mejillas, hasta llegarme a la boca. Estaban saladas.
– ¿Lloras porque te toca seguir en este valle de lágrimas a merced de los sentidos y las pasiones?- Quiso sonar burlón, pero lo dijo con un cariño infinito y me pareció que en esos instantes se preocupaba más por mí que por sí mismo.
Me acerqué a la cama. Me incliné. Le abracé y me puse a llorar sin reparos. Me acarició el pelo y sus dedos jugaron a enroscarse mis rizos. Me alegró pensar que finalmente estaba jugando con mi pelo. Así permanecimos un buen rato, abrazados y en silencio.
Entonces tuve ganas de explorar la última de las máscaras bajo las que se escondía el Maestro. Era algo de lo que nunca habíamos hablado. Yo sabía que estaba debajo de muchas de sus amarguras y detrás de mucho de lo que había escrito.
– ¿Quién fue tu Elizabeth Craig?
– La mujer con la que me hubiera debido casar. Nos conocimos demasiado pronto y dejamos que lo que teníamos entre las manos se nos escurriera entre los dedos. Años después nos reencontramos y creíamos que podríamos recuperar lo que habíamos sido y retomar la partida de ajedrez que nunca llegamos a terminar. Pero era demasiado tarde. Cada uno llevaba su mochila de piedras y estaba lleno de cicatrices. No funcionó. Nos hicimos daño y nos separamos. No la he vuelto a ver.
– ¿La echas de menos?
– Echo de menos lo que no fue… sí, la echo de menos.
– ¿Cómo se llamaba?
– Los nombres ya no importan. Elizabeth Craig hubiera sido un buen nombre para ella. Pero el nombre que ahora prefiero es Jacqueline.
Me estrechó con fuerza. A pesar de todo aún era capaz de dar abrazos vigorosos.
– Te agradezco que hayas venido. Ahora es mejor que te vayas. Dentro de poco pasará la enfermera que no quiere que tenga la tregua de las reacciones sensoriales y que prefiere que las pasiones me manejen como a una marioneta. Lo de rendir el tributo a la carne me sigue gustando y lo intentaría contigo, si el gotero no me incomodase y tú te dejases.- Rió de esa forma burlona que tenía y sé que quiso que ésa fuera la última imagen que me llevase de él.
Todo se había terminado. Le besé en los labios y salí de la habitación.
El Maestro murió diez días después. A la cremación y al entierro sólo asistimos su hermana, su sobrina y yo. Había dejado dicho que sólo quería que estuvieran presentes las únicas personas que de verdad le importaban en este mundo. Ahora que estaba muerto, ya no necesitaba una secta que le masajease el ego.
Algunos meses después, cerca de la Plaza de Oriente, me crucé con Ernesto. Había adelgazado y tenía los hombros más cargados que nunca. Me saludó con una sonrisa que era como una mueca.
– ¿Sabes? Tengo cáncer de pulmón. Como el Maestro.
Mis cuentos Emilio de Miguel Calabiael