(Borges y su madre)
Leo algunas biografías de escritores y parecería que uno de los requisitos para alcanzar la grandeza literaria fuera haber tenido una madre dominante con la que haber mantenido una relación edípica.
El ejemplo más conocido es el de Jorge Luis Borges. Su madre, Leonor Acevedo Suárez, era una mujer culta, vital y con arrestos. Es famosa la anécdota de que la llamaron una noche y una voz amenazadora, le dijo que les matarían a ella y a su hijo por antiperonistas. Leonor respondió: “ Bueno, en cuanto a mi hijo, sale todos los días de casa a las diez de la mañana. Usted no tiene más que esperarlo y matarlo. En cuanto a mí, he cumplido más de ochenta años. Le aconsejo que no pierda tiempo hablando por teléfono, porque si no se apura, me le muero antes”.
Desde finales de la década de los 30, una vez que hubo muerto el padre y que Borges empezó a perder la vista, Leonor Acevedo además de madre, fue convirtiéndose en una suerte de secretaria literaria de su hijo. Leonor le leía lo que Borges quería leer y escribía sus cartas y relatos al dictado. Borges reconocería que su madre tenía muy buen instinto literario. Fue ella quien le dio la frase que cierra “La intrusa”, uno de los mejores cuentos de Borges. También fue ella quien le aconsejó que antes que sobre el poeta Evaristo Carriego, escribiera sobre el poeta Leopoldo Lugones o sobre el escritor Almafuerte. Borges no le hizo caso en esta ocasión y dedicó un año a escribir su libro sobre Carriego, año que luego dijo que había desperdiciado y que hubiera sido mucho mejor si hubiese seguido el consejo de su madre. Carriego, por cierto, sólo es conocido hoy en día porque Borges escribió un libro sobre él.
Al cumplir los 87, temerosa de morir y dejar a su hijo desamparado, le empujó a que se casase con Elsa Astete, una viuda con la que en su juventud Borges había estado ennoviado. El matrimonio comenzó viviendo en casa de Doña Leonor y parece que los celos mutuos entre suegra y nuera se mascaban y los puñales volaban en aquella casa.
Los amigos de Borges que trataron al matrimonio, siempre notaron que faltaba chispa. Astete era una mujer adocenada y convencional. María Esther Vázquez tuvo estas palabras sobre el matrimonio: “La vida con Elsa era de una aridez desoladora. Según contaba el propio Borges, los únicos temas de conversación eran los recorridos de los tranvías o de los colectivos. En la mesa, al mediodía, a la hora del té y a la noche, había largas discusiones entre Elsa y su hijo [el hijo de ella] acerca de qué calles tomaba el ómnibus 48 en su largo viaje al barrio de Flores. Borges se aburría”. Un buen día Borges salió del domicilio conyugal, diciendo que iba a trabajar, y nunca más volvió. Regresó con su madre.
Si la historia de Borges y su madre es un tanto peculiar, nos parecerá de lo más normal si la comparamos con la de H.P. Lovecraft y su madre Sarah Susan.
Cuando Lovecraft tenía tres años internaron a su padre por problemas psiquiátricos fruto de la sífilis. El padre murió cinco años después. A Lovecraft le dijeron que la razón del internamiento de su padre había sido agotamiento mental fruto del exceso de trabajo. No está claro si llegó a enterarse en algún momento que los excesos de su padre no habían tenido nada que ver con el trabajo.
La relación entre Susie y su hijo fue rarita. Susie, educada en el puritanismo, era una madre fría. parece que había transferido a su hijo parte del odio que debía de sentir por su marido. Le decía a Lovecraft lindezas ideales para la autoestima como que estaba desfigurado o que era feo. A un vecino le dijo que su hijo era tan espantoso, que tenía que esconderlo y que no le gustaba que anduviese por las calles, donde la gente pudiera observarlo.
Por otro lado, era una madre superprotectora, que no dejaba que su hijo durmiese fuera de casa,- de hecho, la primera vez que el todavía virgen Lovecraft durmió fuera de casa ya estaba bien entrado en la veintena-, y que prefería vivir con su hijo en una relación claustrofóbica y destructiva. Consideraba a su hijo un inválido incapaz de valerse por sí mismo y de desenvolverse en el mundo, un mundo que consideraba cruel y despiadado. No es de extrañar que a los 18 años sufriese una crisis nerviosa y que más tarde con veintiocho años escribiese a uno de sus pocos amigos: “… Sólo estoy vivo a medias- una gran parte de mi fuerza se consume en estar sentado o andando. Mi sistema nervioso es un desastre y estoy completamente aburrido y sin vida, salvo cuando me encuentro con algo que me interesa especialmente (…) Entonces me di cuenta con horror que me estoy haciendo demasiado viejo para el placer [la idea de placer de Lovecraft era más bien moderada, nada de orgías con supermodelos y champán] (…) La edad adulta es un infierno.”
Cuando Lovecraft tenía 28 años, internaron a su madre por problemas mentales, que no cabe descartar que fueran resultado de la sífilis que tal vez le hubiera transmitido su marido. A pesar de los pesares, cuando Susie murió dos años después, Lovecraft dijo: “Mi madre era, con toda probabilidad, la única persona que me entendió completamente (…) No es probable que me vuelva a encontrar con una mente tan admirable.”
También es posible desarrollar una relación intensa entre madre e hijo sin necesidad de llegar a esos extremos. “Mamá” de Luis Antonio de Villena, describe la vida que tenían su madre y él, un contubernio de dos, en el que ocasionalmente admitían como invitado a Luis, un noviete muy cómodo, que tenía su madre. Como en otros casos de relaciones intensas entre madre e hijo, aquí el padre, jaranero e irresponsable, estaba ausente. El propio Villena diría sobre la escritura de sus memorias: “La parte más difícil de escribir fue la de mi padre, un señor que nos dejó arruinado, que manejaba hasta tres queridas simultáneas y que llevaba una existencia de bon vivant estupenda. Conmigo, en los pocos recuerdos que de él tengo, fue muy cariñoso.” Digo yo que con esa vida divertida, lo menos es que seas cariñoso con tu hijo.
“Mamá” es al mismo tiempo una elegía a Ángela, su madre, y el lamento de un hombre que se asoma a la sesentena, sintiendose muy solo, consciente de que le sobreprotegieron hasta el extremo de que era incapaz de concertar una cita con el dentista por sí mismo. En una entrevista, Villena reconoce que en esas relaciones tan edípicas no es oro todo lo que reluce: “Siempre se dice que el amor de una madre es puro, que no espera nada a cambio. Pero eso no es cierto. Siempre se exige un pago: unas expectativas que cumplir… Mi madre tenía el ideal de verme dedicado a la diplomacia. Obviamente, nunca lo consiguió. Nuestras discusiones fueron duras. Yo fui muy duro con ella, le dije muchas veces el daño que me había hecho por quererme tanto.”
El fenómeno de “la madre del escritor” no es exclusivo del siglo XX. En el siglo XIX hubo algunas muy notorias.
Como Luis Antonio de Villena, Guy de Maupassant fue hijo de un padre jaranero y mujeriego. A los doce años sus padres se separaron, una vez que su madre, Laure, entendió que su marido no iba a cambiar. La ausencia del padre nunca la tomaría bien Maupassant, que siempre se consideró huérfano de padre y que más tarde adoptaría a Gustave Flaubert, que había sido amigo de juventud de su difunto tío, como padre postizo.
Alberto Savinio, en su peculiar biografía de Maupassant, “Maupassant y «el otro»”, dice que, privada de marido, Laure tuvo por Guy un amor “más que materno”, un amor en el que el amor materno se entremezclaba con el amor entre un hombre y una mujer, ese tipo de amor del que le había privado la ruptura con su marido. A cambio, Maupassant sublimó el amor hacia su madre y la idealizó. Su madre era lo más, el ideal, lo más puro y lo más amoroso de la femineidad. Todas las demás mujeres, en comparación, no podían ser más que unas putas. Y así trató el sensual Maupassant al resto del género femenino, como a putas; la idea del mantrimonio siempre le fue ajena y no dudó en recurrir a menudo a la prostitución cuando su voraz apetito sexual se despertaba. No obstante, su misoginia y sus declaraciones denigrantes sobre la mujer, aquí y allá se trasluce su fascinación por ellas. Sus retratos en algunos de sus cuentos, por ejemplo en el magnífico “Boule de suif”, delatan una sutileza y, posiblemente, una corriente subterránea de empatía fascinada por ellas.
Unas palabras de Maupassant, que aclaran muchas cosas: “Uno ama a su madre casi sin saberlo, sin sentirlo, ya que es tan natural como vivir; y uno no se da cuenta de toda la profundidad de las raíces de este amor hasta el momento de la última separación. Ningún otro afecto es comparable a éste, ya que los demás son fruto de un encuentro y éste es del nacimiento.”
Flaubert, el “padre adoptivo” de Maupassant, también tuvo su aquél con su madre. A los veintitrés años una extraña y oportuna crisis nerviosa hizo que abandonase los estudios de Derecho, que nunca le habían gustado, y que se instalase primero en Rouen y luego en Croisset, en una casa con jardín, donde se dedicaría a lo sucesivo a su gran pasión: la literatura.
Su madre era una mujer enérgica y un tanto controladora que, tras la muerte de su marido y de su hija con pocas semanas de separación, hizo del cuidado del genio de su hijo y de su nieta, hija de su difunta hija, el objeto de su vida. Todo en la casa estaba pensado para que Flaubert pudiera tener el tipo de horarios y de tranquilidad que requería su temperamento. El precio a pagar era una buena porción de su libertad. Como escribió a su amante Louise Colet, “mi madre me necesita; la más mínima de mis ausencias la descompone. Su pesar me convierte en la víctima de un millar de tiranías inimaginables.” Flaubert nunca dejó que Louise le visitase en Croisset y no permitía ni que sus cartas llegasen a la casa. Durante sus diez años de relaciones, nunca la presentó a su madre.
Cuando su amigo Maxime du Camp le propuso a los 28 años un gran viaje a Oriente, estuvo a punto de renunciar al mismo para no contrariar a su madre. De hecho, camino de París, estuvo en un tris de regresar a Croisset. Durante el viaje escribía regularmente a su madre y sería su madre quien cortaría su viaje abruptamente. El plan de los dos amigos era de Beirut dirigirse a Bagdad y de allí a Persia. Pero en Beirut, Maxime du Camp recibió una carta lacrimógena de Madame Flaubert, en la que le pedía que regresasen, que le angustiaba que su hijo cruzase el Éufrates y quedarse sin noticias suyas por meses sin fin. Concluía: “¿Qué diferencia puede haber entre que estéis en Persia o en Italia? Le pido que tenga piedad de mí.” Maxime du Camp tuvo piedad. No dijo nada a Flaubert sobre la carta y emprendieron el camino de regreso. Años después Maxime du Camp lamentaría el incidente, porque nunca más se le presentaría la oportunidad de visitar Persia.
Los amores apasionados entre una madre y su hijo no siempre terminan bien. Baudelaire perdió a su padre a los siete años. Los meses que siguieron tuvo una gran intimidad con su madre, que se volcó con él. De pronto, la catástrofe: su madre le anuncia que se va a casar con un coronel y que su esposo será un segundo padre para él. El narcisista consentido que era Baudelaire no vio en ese hombre que iba a entrar en casa a un segundo padre, sino a un rival por el afecto de su madre. Nunca perdonaría a su madre esta “traición” y llegaría a declarar: “Teniendo un hijo como yo, mi madre no debiera haberse vuelto a casar”.
La vida desarreglada que llevó más tarde no fue únicamente por efecto de su amor al arte y a la bohemia. Había también un deseo de contradecir a su padrastro y a su madre, que hubieran querido para él una carrera más estable y oficial. También podría verse algo patológico en su pasión por las putas. A diferencia de Maupassant, más estable psicológicamente que él y al que iban las mujeres sensuales y jacarandosas, a Baudelaire parecían atraerle las rameras más arrastradas, cuanto más desagradables, mejor. Camille Mauclair en su despiadada “Vida amorosa de Charles Baudelaire” cree que en esa búsqueda de mujeres abyectas, hay un deseo de vengarse de la femineidad, que le había traicionado en la persona de su madre. Si hay madres de escritor que pesan mucho sobre la vida de sus hijos, éste sería un caso al revés, un hijo que pesó mucho sobre su madre.
En resumen, si quisieras escribir y no tienes un buen complejo de Edipo, mejor que te dediques a otra de las bellas artes.
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