Hubo unas décadas en el siglo XVI en las que pudimos cantar como Loquillo “Cuando fuimos los mejores”. Fueron unas décadas en las que íbamos sobrados. Si habíamos descubierto América, conquistado casi sin medios los imperios azteca e inca y circunnavegado el globo, es que podíamos con todo. Fue en esos años que Legazpi fundó Manila y Urdaneta encontró la ruta del tornaviaje, lo que permitió la colonización de las islas sin pasar por territorio portugués.
Con la chulería que llevábamos en el cuerpo, parecía que Filipinas se convertiría en el trampolín para nuestro futuro imperio asiático. Al final acabaría convirtiéndose en la última de nuestras colonias americanas, porque Filipinas no fue el trampolín de nada, sino un apéndice del Virreinato de Nueva España.
En “La empresa de China” Manel Ollé habla de esos años de chulería en los que conquistar China a partir de Filipinas nos parecía un juego de niños, algo que podíamos hacer en un fin de semana largo y aún estar de vuelta el domingo por la noche para cenar con los niños en casa.
El premio “chulo entre los chulos” obviamente le corresponde al escribano Hernando Riquel, quien en una carta de 1574 al Rey Felipe II, dice que China podría conquistarse con menos de sesenta buenos soldados españoles, o sea con 110 soldados menos de los que necesitó Pizarro para conquistar el imperio inca. Me quedo con la duda de cómo pensaba Riquel que esos sesenta buenos soldados conquistarían China ellos solitos: ¿se dedicarían cincuenta a neutralizar a 400 millones de chinos, a razón de un soldado por cada 80 millones de chinos, mientras que los otros diez preparaban una sangría para celebrar el final de la tarea?
Dos años después Francisco de Sande presentó otro proyecto de conquista de China igual de ilusorio pero que, comparado con el de Riquel, casi hasta parece realista. Pensaba que a poco que se corriera la voz de que estaba en marcha la conquista de China, se reunirían sin problema entre 4.000 y 6.000 piqueros y arcabuceros de entre todos los territorios de España en América. Sin duda, también contarían con el concurso de los corsarios que poblaban los mares de China y hasta de japoneses, que acudirían a la rebatiña. En fin que todos los que en las costas del Pacífico tuvieran una hipoteca que pagar se apuntarían a la aventura.
De Sande no se rompió mucho la cabeza diseñando el plan de conquista. Los españoles conquistarían primero una provincia. Los chinos verían a los españoles como unos liberadores y se rebelarían contra el tiránico emperador. Se ve que esta parte del plan contaba con que los chinos no se hubieran enterado de lo que había ocurrido en el Imperio Azteca. A continuación, españoles y chinos de la mano conquistarían el resto del imperio.
Y ya para rematar, de Sande prometía que la empresa sería un éxito de relaciones públicas, porque de los chinos “yo no he oído maldad que en éstos no haya porque ellos son idólatras, sodomitas, ladrones y corsarios de mar y tierra.” Comparados con semejante patulea, los conquistadores españoles eran almas cándidas, casi más voluntarios de una ONG, que unos conquistadores al uso. Vamos, que conquistando China y librándola de tantas lacras, habríamos borrado de un plumazo la Leyenda Negra.
Nada hermana más y vence mejor las distancias que la perspectiva de riquezas. El oidor de Guatemala, Diego García de Palacios, dos años después se hizo eco de los planes de De Sande y propuso a Felipe II que se reclutasen cuatro mil hombres en América Central, se les dotase con seis galeras y con piezas de artillería y se les mandase a la conquista de China.
Estas ideas quedaron en nada porque en el Consejo de Indias en España había un poco más de sensatez. Aunque las ideas sobre China fueran un poco imprecisas, se estimaba que era un imperio inmenso, con 300 ciudades y más de mil villas amuralladas, que contaba con unos cinco millones de hombres en armas, provistos de una panoplia armamentística semejante a la europea. Tal vez no fuese tan realista que 10 de los 60 soldados de Riquel se quedaran en retaguardia preparando una sangría.
Mas los sueños de riquezas son pertinaces y se resisten a morir. Alonso Sánchez, que había viajado por China entre marzo de 1582 y marzo de 1583, había llegado a la conclusión de que la letra con sangre entra. Si se quería evangelizar a los chinos, harían falta unos cuantos arcabuces. 10.000 para ser exactos. Comenzó entonces un proceso de reflexión en Manila sobre la base de estas ideas y Diego Ronquillo, en un momento de optimismo, dijo que ¿dónde va con 10.000 arcabuces?, que eso era una pasada, que con 8.000 y 10 galeones bastaría.
En 1586 Juan Bautista Román arguyó que con menos de 5.000 soldados españoles y seis galeras Felipe II se podría apoderar de las provincias costeras de China, que eran las más valiosas. Eso sí, convendría que les apoyasen entre seis y siete mil aguerridos japoneses y tres o cuatro mil “indios” filipinos. En todo caso, la victoria no vendría tanto de los números como de la fortaleza que prestaría el cielo. Parece que entre unos y otros a esas alturas parecen irse poniendo de acuerdo en que harán falta 10.000 soldados y que una parte significativa del contingente deberá reclutarse en Japón.
En la primavera de 1586 se reunieron las Juntas generales de Filipinas para debatir sobre distintas cuestiones relacionadas con el gobierno de las islas. Al Memorial que se redactó, se le adjuntó una relación a cargo de Alonso Sánchez sobre la empresa de China. Ahora se recomendaban 20.000 soldados y se especificaba que debían ir con ánimo oenegero porque “si los españoles entran en su modo ordinario han de asolar y abrasar un reino el más populoso y rico de personas y cosas que jamás se vio…” Y para que quedase claro que las intenciones de los españoles eran benéficas, se añadía: “… que se advierta y entienda que todo cuanto atrás se ha dicho y ordenado de aparato de guerra (…) solamente es para acompañar y guardar a los predicadores de ella [la religión cristiana] para que los que gobiernen no estorben a ninguno que los oigan y reciban y para que sin miedo se puedan convertir ni haya peligro de quede que por daños o miedos o castigos retrocedan o renieguen los ya convertidos.”
Alonso Sánchez embarcó a finales de junio de 1586 con el objetivo de presentar a Felipe II los planes de conquista de China. Llegó a Sanlúcar de Barrameda en septiembre de 1587 y dos meses después fue recibido por Felipe II. Como había quienes se oponían a la empresa, Sánchez le pasó la relación sobre la empresa disimuladamente al Rey. A partir de marzo de 1588 se reunió una junta para deliberar sobre los asuntos de Filipinas. Cualesquiera posibilidades que hubiera podido tener Alonso Sánchez de conseguir el acuerdo real para la empresa de China, desaparecieron en agosto ese 1588 con el desastre de la Armada Invencible. España había dejado de ser un imperio en expansión para pasar a convertirse en una nación a la defensiva.
Historia Emilio de Miguel Calabiael