A las 19.00 horas del lunes cuatro de enero, con el repique de las campanadas de la Puerta del Sol aún pululando por nuestras cabezas, fatigadas de tanto festejo, Zidane se convertía en el primer nombre propio de 2016. El hasta entonces entrenador del Castilla se quitaba la «L» de la espalda para, sin término medio, ponerse al volante del mejor fórmula uno de la historia, el Real Madrid.
Ataviado con unos tpantalones negros, camisa y tenis blancos, y americana de cuadros color Bombay Sapphire, el técnico galo aparecía elegante pero informal por una de los antepalcos VIP del Santiago Bernabéu junto a su mujer, Verónique, de raíces alpujarreñas, y sus cuatro vástagos: Enzo, Lucas, Theo y Elyaz. La familia en pleno salió tras los firmes pasos de Florentino, que se disponía a anunciar lo que era un secreto a voces desde hacía ya un par de semanas: Benítez dejaba de ser el entrenador y su lugar lo ocupaba el icono blanco.
Sin experiencia ninguna en la élite de los banquillos y con el equipo hastiado tras seis soporíferos meses con el técnico madrileño, para algunos
la decisión del presidente era un tiro al aire. Para otros, convencidos de que Zidane ya tenía que haber sido el relevo de Ancelotti en el verano de 2015, el dirigente blanco por fin había tomado la decisión adecuada, aunque llegara con medio año de retraso.
Haber sido uno de los mejores futbolistas de la historia no te garantiza ser un entrenador de éxito. Lo explica a la perfección Carlo Ancelotti en «Liderazgo tranquilo», su nuevo libro. Jugador y técnico son dos profesiones con bastantes más diferencias de lo que la gente pueda pensar. E inmerso en esa duda, Florentino se dejó convencer por José Ángel Sánchez para retrasar la llegada de Zidane al primer equipo y apostar por la veteranía de Rafa Benítez.
Aquello salió como salió, y el presidente reaccionó a tiempo con el objetivo de evitar que el Real Madrid sumara dos temporadas consecutivas en blanco. Como él explica en repetidas ocasiones, su papel como presidente «conlleva tomar decisiones nada fáciles», y aquella lo fue. Es cierto que la coyuntura espacio-tiempo tampoco le dejó más opción. En mitad de la temporada, con todos los gurús del banquillo ocupados, el sentido común le llevó a elegir al técnico del filial para voltear una situación delicada en el primer equipo. Pero en este caso, y a diferencia de lo habitual, el nombre y apellido del entrenador del Castilla no era uno cualquiera. Quemar a Zinedine Zidane en la rampa de salida de su carrera en los banquillos era un miedo latente. Pero el galo tardó poco tiempo en despejarlo
Aquel cuatro de enero, ajeno a todo el ruido que iba a generar la decisión del presidente, el técnico galo fue directo y al grano: «Estoy incluso más emocionado que cuando firmé como jugador. Voy a poner todo mi corazón en esta tarea y estoy seguro que todo va a salir bien». Aquel mensaje lleno de fe y creencia en sí mismo fue premonitorio.
Casi 365 días después, Zidane ha ganado la Champions, la Supercopa de Europa y el Mundial de Clubes, tres de los cuatro títulos que hasta el momento ha dirigido como entrenador blanco. Se ha convertido en el tercer entrenador en los 114 años de existencia del Madrid, tras Del Bosque y Ancelotti, en conquistar el triplete continental. Además, lleva ya nueves meses sin conocer la derrota. Con Zidane, el Madrid ha encadenado 37 partidos sin perder, récord absoluto de la historia club y tercera mejor marca de siempre del fútbol mundial. Con él, el equipo ha recuperado dos de sus tradicionales esencias: canteranos y futbolistas españoles con peso y jerarquía, y ha creado una plantilla de 25 titulares. Unos logros acordes a la grandeza de la institución merengue, tanto como los inmaculados valores que representa Zidane y que tan unidos van a la idiosincrasia del Real Madrid.
Excesivamente tímido y con cierto temor a expresarse en castellano ante los medios, en el club era un misterio saber cómo litigaría Zizou todo aquello que se salía del verde. Y como ha ocurrido en lo deportivo, su papel ante un micrófono ha rozado la perfección. Con el señorío como seña innegociable de identidad, no se le recuerda ni una sola mala palabra en ninguna de las más de cien comparecencias públicas que ha realizado. Su extrema educación y su sonrisa profident, blanca e impoluta, engrandecen al club que tan bien representa. Es el mejor embajador que podía tener el Real Madrid. La afición le adora. Y, sobre todo, es un entrenador con un presente brillante y un futuro sin muros: «El 2016 ha sido la hostia. Doy las gracias a los futbolistas por su trabajo». Las campanadas de este año sonarán más fuerte que nunca en casa de Zidane, el nombre propio del fútbol en 2016.