El lloro de Cristiano Ronaldo tras recoger anoche el Balón de Oro 2013, el segundo de su carrera deportiva, ha dado la vuelta al globo terráqueo. De una punta a otra del planeta, el sollozo del futbolista del Real Madrid ha conmovido al mundo del fútbol. Era un secreto a voces que el galardón siempre ha sido uno de los sueños del jugador luso. Ya lo obtuvo hace cinco años, en 2008, cuando vestía la camiseta del Manchester United, pero le sabía a poco, a muy poco a tenor de su inmaculada hoja de servicios en las cinco temporadas que lleva vistiendo la camiseta blanca. Los cuatros últimos trofeos habían caído en las manos de Leo Messi, su «enemigo» número uno dentro de un terreno de juego, y Cristiano había quedado relegado al papel de secundario. Eso, en uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos, en un ganador nato, en un perfeccionista de su profesión, no es fácil de soportar. Hay mucho trabajo, muchas horas de «curro», mucho sacrificio, muchas ilusiones y toneladas de tensión bajo esas lágrimas de oro que convirtieron durante unos segundos a un superhombre en el más mundano de los mortales. Cristiano hipó cuando vio a su retoño subir al escenario a abrazarle y a su madre y a su novia como unas magdalenas en sus butacas del Palacio de Congresos de Zurich. Pero no ha sido la primera vez (y a buen seguro que no será la última) que el astro portugués nos ha dejado esta imagen. No es un arcano que las grandes estrella del deporte rey también lloran, y bastante, y Ronaldo ya mostró su cara más terrenal en otras dos ocasiones a lo largo de su carrera deportiva.
La primera fue el 4 de julio de 2004, en Lisboa, en la final de la Eurocopa de naciones entre Portugal y Grecia. Fue la primera gran decepción en el fútbol para Cristiano. En casa, ante más de 50.000 personas, la selección lusa tenía la oportunidad de proclamarse campeona del Viejo Continente por primera vez en su historia. El rival invitaba a ello. Los helenos eran un equipo rocoso, pero su calidad se distanciaba mucho de la anfitriona. Cristiano era la imberbe estrella, el jugador que iba a liderar y capitanear a su país durante los próximos quince años heredando el trono que estaban a punto de dejar Figo y Rui Costa, también presentes en aquella final, como Deco. Estaba claro que, a priori, no había color. Pero el fútbol es tan veleidoso o más que el destino, y Portugal se quedó a las puertas del paraíso que traspasaron Charisteas, el goleador de la final, y tras él toda Grecia. Ronaldo lloró desconsolado mientras veía recoger el premio a los campeones. Su imagen se convirtió en el paradigma de un país hundido tras aquella inesperada hecatombe.
El segundo archiconocido llanto de Cristiano que ha quedado para la historia tuvo lugar en Moscú, el 21 de mayo de 2008, cuando el luso conquistó la Champions League, la única de su carrera hasta el momento. Lo hizo con el Manchester, derrotando en la final al Chelsea, en una tanda de penaltis de infarto. Durante el partido, CR7 había marcado el gol del United, en uno de esos saltos «Air Cristiano» marca de la casa. Pero su tanto sólo había servido para terminar los 120 minutos con empate a uno. Todo se iba a jugar en la lotería de las penas máximas. El luso erró su lanzamiento y Terry tuvo en sus botas llevar el trofeo a las vitrinas de Stamford Bridge. Un resbalón inoportuno decidió que aquella noche era la de los Diablos Rojos. Y la de Cristiano, que tras proclamarse campeón soltó todos los nervios tendido sobre el césped del Olímpico de Luzhniki llorando como un niño. Como lo hizo ayer, al recibir el Balón de Oro. Como quizás lo volvamos a ver si consigue llevar al Real Madrid a la gloria de La Décima. O no. Pero esa es otra historia. Enhorabuena Cristiano.
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