Federico Ysart el 22 ene, 2015 Clos de Mosny Nació hace 116 años, el 19 de enero en un pueblo del Bajo Llobregat, Cervelló. Fue uno de los fundadores de ERC, partido del que fue expulsado durante tres años, tiempos de la República. Entró en el gobierno de la Generalitat catalana tras el triunfo del Frente Popular. Durante la guerra civil se encargó de fabricar armas y de las colectivizaciones. Luego el exilio, treinta y siete años largos en Francia. Allí le conocí en 1976, en Clos de Mosny, vieja casa que dos años antes se había visto obligado a vender; Calle de las Viñas, St. Martin Le Beau. Estaba en medio de un viñedo de más de diez hectáreas plantadas de Chenin blanc y Cabernet franc. En ella vivió hasta su regreso a España, octubre de 1977, con su mujer Antonia y su hija Monserrat, custodiando la memoria de la Generalitat como su presidente en el exilio y el corazón de Maciá conservado en formol. De Gaulle le marcó una fuerte impronta. Vivió de cerca los dos años en que el general presidió el primer gobierno provisional de Francia tras la liberación de los nazis; un gobierno de “unidad nacional”, como el que el propio Josep Tarradellas iba a presidir a raíz de su regreso a Cataluña treinta y tres años después. Posteriormente, la vuelta a la presidencia de la República del francés en 1958 para evitar el golpe de Estado que la independencia de Argelia pudo provocar. Y finalmente sus diez años de exilio interior en Colombey-les-Deux-Églises tras la derrota del referéndum con que quiso cortar los efectos de las revueltas del 68. De La Boisserie, el refugio de De Gaulle, al Clos de Mosny de Tarradellas hay menos de cuatrocientos kilómetros. Ambos habían nacido en la última década del siglo diecinueve, años cuando los nacionalismos nutridos por el romanticismo acababan de rematar el mapa de una Europa que pronto iba a sufrir su primera gran guerra. “Patriotismo es cuando el amor por tu propio pueblo es lo primero; nacionalismo, cuando lo primero es el odio a los demás”, dejó dicho De Gaulle. Con el paso del tiempo algo así acabó pensando Tarradellas quien adoptó como lema “Todo menos hacer el ridículo”. Visto desde hoy, aquellos parecen miembros de una exótica estirpe de políticos. Durante el largo café que siguió al almuerzo familiar con que me recibió en su casa, ya a solas, constaté el desprecio que el personaje sentía por los políticos emergentes en aquella Cataluña de asambleas y de las manifestaciones callejeras de Llibertat, Amnistía y Estatut d’Autonomía. Ni una sola voz reclamaba independencia, ni siquiera la restauración de la Generalitat; autonomía. Y Pujol maniobrando para crear un Consell que le abriera las puertas a dirigir el proceso de fer país. Le parecía indigno que el pequeño fundador de Convergencia se incrustara por su cuenta en la comisión que trataba con Adolfo Suárez la apertura del sistema, el comienzo de la Transición. Y no menos reticente se mostraba respecto de los comunistas. De entre los socialistas sentía simpatía por Pallach, el líder del partido rival del PSOE que murió meses antes de las elecciones del 77, y desconfiaba del resto. De su viejo partido, ERC, ni hablaba. Como buen gaullista buscaba la grandeur de Cataluña, restaurar su sentido patriótico y dejarse de juegos y maniobras en la oscuridad. El resultado de las elecciones de junio del 77 acabó por impulsarle a dar un paso al frente para restaurar la Generalitat bajo su mando y anular así los efectos del cuarenta y seis por ciento que socialistas y comunistas habían sumado en Cataluña. En ello coincidió con Suárez quien desde hacía un año tenía sobrada noticia del pensamiento del presidente virtual de la Generalitat. Jugaron sus cartas en la sede presidencial de La Moncloa, donde en el primer encuentro no faltaron faroles y desplantes. Cuando Tarradellas le retó: “Yo tengo un millón de personas en las calles de Cataluña pidiendo mi retorno”, Suárez replicó con su mejor sonrisa: “No me impresiona. Usted no es nadie; usted es lo que yo diga que es”. Acabaron entendiéndose porque como Tarradellas me dijo “el poder es para ejercerlo”. Era otra raza de políticos. En poco más de dos años Cataluña tenía su Estatut de Autonomía y en mayo de 1980, tras la investidura de Pujol como sucesor al frente de la Generalitat restaurada, Josep Tarradellas se retiró de la vida pública. Legó sus archivos al Real Monasterio de Santa María de Poblet. Murió ocho años más tarde; sus restos están depositados en el panteón familiar de Cervelló. Política Tags clos de mosnyPujosuareztarradellas Comentarios Federico Ysart el 22 ene, 2015