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Blogs Alejandra de Argos por Elena Cué

El espíritu de Sils Maria.

El espíritu de Sils Maria.
Dr. Diego Sánchez Meca el

Autor colaborador: Dr. Diego Sánchez Meca,
Catedrático de Historia de la Filosofía Contemporánea,
Universidad de Madrid (UNED), España 

 

 

 

 

 

   

 

Bajó del coche juntando las rodillas y mostrando los elegantes zapatos de tacón, el buen corte de la falda y la blusa de seda estampada cuyo escote dejaba ver la suave piel de la base del cuello. La imagen de Isabelle se fundió con las que seguían guardadas en mi memoria y saltaban entonces atropelladamente interponiéndose una y otra vez, impidiéndome ver lo real y tirando de mí hacia el mundo de mis recuerdos vividos, idealizados o simplemente inventados. Estaba atardeciendo y llegaba a Sils Maria, en la Alta Engadina suiza, para participar en un Congreso sobre la filosofía de Nietzsche que reunía allí a un grupo internacional de especialistas del más alto nivel. 

Sus cabellos flotando ingrávidos e irreales, y sus ojos grandes e intensamente azules subrayaban su aspecto de mujer moderna y libre, que vuela a su aire y disfruta de la vida. Al mismo tiempo, sin embargo, gozaba de una elevada reputación filosófica e intelectual que suscitaba la admiración de alumnos y profesores. El dominio de los difíciles temas sobre los que había publicado varios libros no era posible alcanzarlo sin una rigurosa ascesis, y su carrera académica ponía de manifiesto su coraje, sus sacrificios y renuncias para llegar a lo más alto. Aún así, y en contraste con ello, no era menos conocida por su soltura para la diversión, por su talante de mujer de mundo, y por su aptitud para desenvolverse con naturalidad entre las sombras de la noche donde, junto al lujo y el glamour, chisporrotean también a menudo lo banal, lo frívolo e incluso lo turbio.

No era la primera vez que visitaba este inigualable paraje de los Alpes suizos, pero volvió a impactarle el extraordinario paisaje del valle y de las sublimes montañas que lo flanquean, cuyas cimas me fue nombrando una por una. Por el lado norte, los picos Lagrev y Gravasalna, y el Rosatsch, el Corvatsh y el Chapütschin por el sur. Y luego los lagos: el Campfer, el Silvaplana y el Sils, con sus aguas moviéndose entre el azul zafiro y el turquesa. El juego de los colores oscilaba entre el verde claro de las praderas en la base, más oscuro en las grandes masas boscosas de las pendientes, el gris de las cimas y el blanco de las cumbres. Todo ello cambiando con una fluidez mágica, pues se podía pasar en menos de una hora de la alegría del brillo soleado a la severidad de la bruma grisácea y la niebla. Colmado por aquel silencio se tenía allí la impresión de estar asistiendo al nacimiento del mundo, pues ni la hierba ni la tierra ni el agua parecían haber envejecido.

 

 

Isabelle recordó que durante los veranos que Nietzsche pasó allí, entre 1881 y 1888, se alojaba en una posada rústica que formaba parte de un pequeño grupo de casas con tejados en doble pendiente pronunciada y con los balcones llenos de flores. Después la original aldea se ha transformado en un lugar de lujo para veraneantes de nivel económico alto. “Nietzsche – me decía- se retiraba aquí para pensar y escribir. Trabajaba por la mañana, paseaba todo el centro del día, y volvía por la tarde con sus cuadernos llenos de notas y dispuesto a retomar el trabajo tras la comida vespertina y hasta bien avanzada la noche. Según consta en sus diarios, de entre los muchos paseos posibles (por los bosques, la orilla de los lagos, las montañas, etc.), él prefería uno que sube en dirección al mirador desde donde se contempla el Surlej solitario y como acostado sobre las praderas; o también subir hasta la garganta del Fex desde donde, a la derecha de Platta, se abarca todo el anfiteatro de los picos. ¿Qué tal si aprovechamos el sábado para recorrer estos caminos?”.

La primera conferencia del congreso fue pronunciada por un veterano profesor italiano que comentó el contenido de una carta de Nietzsche a su amigo Peter Gast, de agosto de 1881, en la que le escribía: “Aquí en Sils Maria me vienen los pensamientos más inesperados. ¡Amigo mío! Tengo el presentimiento a veces de ser una máquina de las que hacen explosión. La profundidad de mis emociones me hace estremecerme y reír. Me sucede algunas veces que no puedo salir de la habitación por la ridícula razón de que tengo los ojos muy enrojecidos. Y ¿por qué? Porque el día anterior, mientras paseaba, había llorado demasiado, pero con lágrimas no de tristeza, sino de alegría. Cantaba, decía locuras, me sentía lleno de una vida nueva que considero en adelante mi privilegio frente a los demás hombres”. Era obvio -añadía el conferenciante- que Nietzsche necesitaba soledad. Aquí solía llegar lleno de proyectos de trabajo, para encontrarse con los baúles repletos de libros enviados por su fiel amigo Overbeck desde Basilea. Aquí leyó a Spinoza y se sorprendió de su proximidad a él; se adentró en la mecánica, la economía política, la cosmología, la biología y la psicología. Una gran transformación se gestaba en él, y para que diera sus frutos necesitaba vitalmente la soledad. Le gustaba decir que venía aquí para estar “desaparecido para siempre” (der auf ewig Abhandengekommene). Pero la razón más importante era, de hecho, que en Sils María podía dar largos paseos buscando inspiración, puesto que a él –y así lo dice en más de una ocasión explícitamente- sus mejores ideas le venían escalando la alta montaña.

 

 

 

 

Luego otro ponente se refirió a la inspiración que Nietzsche confesó haber tenido en Sils Maria de su pensamiento más decisivo, el más enigmático y difícil. Paseando cerca del enorme bloque monolítico del Surlej, una visión le sobrevino, le hizo estremecerse y anotó en su diario: “Escrito a seis mil pies por encima de los hombres y del tiempo presente”. ¿Qué había visto en este éxtasis y qué es lo que esta nota balbucea dejándolo oculto?, -se preguntaba el ponente. A partir de lo que él contó después, en Ecce homo, en esta visión que exaltó divinamente su alma, creyó captar la ley de los mundos, el eterno retorno de lo mismo, en una especie de reminiscencia heraclítea o pitagórica. Un pensamiento muy antiguo, resucitado de repente de sus más viejos y olvidados sepulcros, y entrevisto en una especie de trance más allá de nuestros horizontes cotidianos y de los límites de nuestros sentidos. Algunos se han apresurado a señalar: “Prueba evidente del comienzo de su locura”. Sin embargo -terminaba diciendo el profesor-, Nietzsche convirtió esta intuición en un pensamiento liberador con el poder de convertirnos en individuos sobrehumanos”.

Cuando a Isabelle le llegó su turno, había ya mucha expectación por escuchar su intervención. Empezó de un modo un tanto abrupto, y luego prosiguió levantando acompasadamente la cabeza mientras hablaba y sonriendo con una mueca indiferente al final de pequeñas pausas de silencio: “El totalitarismo -comenzó diciendo- es la figura más lograda de la solemne seriedad de la fe en el ser… Podríamos decir que es la exacerbación de la tendencia profundamente humana de recubrir la carencia de ser con una sobredosis de ser. Pero eso no se da sólo en los totalitarismos. La plenitud del ser es afirmada y reafirmada en todos los discursos oficiales de la política, del arte, de la cultura, de la religión, etc. también en nuestras sociedades democráticas. Se necesita un mundo idealizado, idealista, tal vez divinizado y adornado por una dicha originaria. Y por ello, los que se han obstinado en insistir con ironía en los aspectos discordantes del sistema han sido airadamente expulsados del círculo que se cierra con el mismo vivo entusiasmo con el que se trata de exorcizar la risa del diablo. Nietzsche, el amante de estos senderos, el inspirado por estas alturas, sufrió esta exclusión, y todavía sigue siendo excluido”.

Siguió desarrollando su discurso refiriéndose a una lucha irreductible entre las cosas y su sentido, entre el ser humano y él mismo, como la mejor definición de la realidad. “Por eso -concluyó- esta lucha se desata y va siempre acompañada por el deseo de la armonía perdida e irrecuperable, que es el deseo que domina en esa construcción de mundos en los que lo inesencial toma el aspecto de lo esencial, y donde una falsa armonía recubre la realidad llena de ruido, de suciedad y de crueldad. Pues sólo transfigurada en la belleza de una ilusión artística, envuelta en la ensoñación del mito y de la mesura apolínea, el carácter terrible y absurdo de la existencia puede contemplarse y seducir a ser vivida”.

La sala de conferencias, más llena de público que en las sesiones anteriores, mostró su satisfacción al final de la conferencia con un sonoro aplauso, y los otros ponentes hicieron comentarios elogiosos y formularon diversas cuestiones que Isabelle contestó con brillantez y elegancia. 

– “Sácame de aquí”, me susurró acercándoseme cuando empezaba ya la siguiente conferencia. “Necesito una copa. Es cuestión de vida o muerte”.

Fuimos a un pub y se pidió un gin tonic de Citadelle larguito de ginebra. La felicité por su éxito, aunque notaba que ella no disfrutaba especialmente de él. Indiferente, con un pretexto cualquiera cambió de tema y empezó a ponderar las virtudes del botrytis cinerea, un hongo de sabor amargo que se utiliza para endulzar los vinos de Santernes. Luego añadió que lo que le apetecería cenar eran exactamente crepinetas aromatizadas con trufa piamontesa y carpacho de buey regado con un buen borgoña o mosela. Y terminar la velada saboreando un buen Krug Millésimé en una copa bien fría mientras mirábamos las estrellas reflejándose en la superficie del lago.”¡Ah! querido, para vivir la vida a lo grande, para apostar por una vida grande no hay nada como encontrarse en París”. 

El camarero volvió y le sirvió una nueva ronda, esta vez vertiendo Bombay Sapphire azul en un vaso ancho lleno de hielo frappé, mientras yo la miraba intrigado por su misterio, oráculo de lo oculto que me empeñaba en descifrar para intuir qué era lo que se escondía tras su rostro, debajo de sus palabras.

– “¿Enamorada de Nietzsche, quizás?”, le dije.

– “Resulta difícil estar enamorado y hacer algo de provecho”, respondió ella. Volvió los ojos hacia un lugar indeterminado, hizo un silencio y después de una pausa añadió: 

– “Destacar por el trabajo es difícil. Lo mejor para llamar la atención es hacer o decir cosas extravagantes”. 

Nos separaba el vaso con hielo que se iba derritiendo pegado a la raja de limón. Con el gesto sereno y dulce y la mirada hacia dentro continuó: “Los mejores amantes, si están realmente enamorados, tienen prisa por acabar con ese tormento y hacen lo posible por librarse de él. Para que la relación dure no se debe nunca jurar amor. ¿Qué amor no acaba por contarse a sí mismo la pequeña historia totalitaria de su armonía, reconstruyéndose un pasado a medida de sus aspiraciones, del que quedan excluidas las dudas, los vacíos, las desilusiones y las infidelidades? Pienso, por ello, que en el amor -y no en el conocimiento- es donde los seres humanos firman su pacto más solemne con el ser. Un pacto al que le debe ser consustancial la parodia, porque no hay amores en los que no falte la adecuación con el ser, en los que no prime el malentendido (la ilusión de una plena coincidencia con el otro allí donde lo que existe es la incomunicación, la tensión y la discordancia), en los que la única vinculación existente no sea la de los celos o la de la compasión, y en los que la idea misma de amor no se vea continuamente traicionada por sus figuras. Lo que me gusta de la crítica de Nietzsche es que sigua siendo tan hiriente e insoportable para muchos porque desenmascara a los mistificadores que manipulan y adornan esta “realidad” con ficciones y máscaras absolutas y totalitarias. A estos impostores no les importa la verdad de que cualquier fe auténtica va siempre acompañada de la duda, y de que las cosas importantes de nuestra vida, como el amor, no están nunca a resguardo de la erosión de la caducidad, maltratadas por lo que nosotros mismos hacemos con ellas”.

 

 

 

El sábado, finalizado ya el congreso, hicimos la excursión al Surlej. Las aves levantaban el vuelo con el despertar del día, e iniciamos a buen paso la ascensión por la ladera. La luz poseía una cualidad a la vez delicada e imperiosa mientras el lago reflejaba en su quietud el azul del cielo, algunas nubes grises que lo cruzaban y la vegetación de sus orillas. La belleza del lugar añadía a la mañana una especie de falsa euforia que se imponía en mi imaginación al recuerdo de las palabras y conversaciones con Isabelle. “¡Cuánta hermosura!”, exclamó ella posándose el dorso de la mano por encima de los ojos y cubriéndose por un instante del sol. De repente el cielo empezó a oscurecerse y el día viró hacia una especie de noche extraña, bañada por la lívida luz que parecía brotar de la superficie del lago. Una luz invertida que se proyectaba en los negros nubarrones. 

– “¿Qué resorte inexplicable -me dijo entonces- es el que, según tú, convierte lo blanco en negro, lo interesante en aburrido, lo irrisorio en esencial o lo fascinante en temible? Nos pasa desapercibido. El sentido ocupa, usurpándolo, el lugar de lo absurdo, la angustiosa constatación de la nada pronto es aliviada por el firme peso de lo que es. Esta es nuestra experiencia más común. Pero entonces, la duda y el escepticismo han de permanecer siempre como la cara oculta de nuestra fe y de nuestro asentimiento originario al sentido. La nada no es la ausencia de ser, sino sólo su doble interior, su contrario inseparable”.

Al llegar arriba, el aire mezclaba los frescos efluvios de la lluvia con los aromas del bosque y la respiración de la hierba, húmeda emanación que se evaporaba velozmente bajo el aliento del sol. Desde aquella altura, los torsos de las montañas, como surgiendo de la nada, formaban delicadas escenografías fantásticas e imaginarias. Pequeñas manchas de vegetación flotaban sobre el espejo azul del lago empujadas suavemente por el viento, mientras el paso de las nubes, reflejado en la superficie, creaba la ilusión de un mundo que parece deslizarse en un viaje interminable, pero que, en realidad, se mantiene siempre igual, inmóvil.

 

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