La situación es demasiado seria como para que desde el mes de febrero este país mantenga un Gobierno provisional. Entre el día en que su presidente anunció su renuncia a la candidatura presidencial y la toma de posesión del relevo tras las elecciones del 20-N, final de diciembre, habrán transcurrido nueve meses.
No está siendo un alumbramiento placentero. El mundo está viviendo la crisis económica más dura y dilatada de los últimos setenta años, y España la sobrevive, de momento, sin apenas reservas de las que tirar. Y las que aún conserva ha de dedicarlas a sufragar el mayor índice de paro de la OCDE y a liquidar deudas internas y externas, privadas y públicas, nacionales, regionales y municipales. A todo menos a crear riqueza o empleo, que viene a ser lo mismo.
Los señores Rodríguez Zapatero y Pérez Rubalcaba han puesto los intereses de su partido por encima de los generales. Las elecciones podrían haberse celebrado hace tres meses, si con el anuncio de su retirada el presidente hubiera convocado a elecciones. O dentro de un mes, si lo hubiera hecho en julio cuando presentó a Pérez Rubalcaba como sucesor.
Pero no; esperaron ambos la EPA del segundo trimestre, que registraba un ligero descenso del desempleo, para llevar las elecciones hasta finales de noviembre porque imaginaban un mundo mejor; el propio presidente anunció que se apreciaba “cierto cambio de tendencia”. Pero, como un año atrás, los brotes verdes se agostaron y la dura realidad mostró un sorprendente crecimiento del desempleo en el mes del turismo por excelencia.
En medio de una crisis de confianza como la que nos asola ¿no es exigible alguna responsabilidad a quienes han demorado el relevo de tanto inútil en el puente de mando? Quizá sean las urnas la única instancia hábil para hacerlo.
Lo malo es que dentro de dos meses, el 20 de noviembre, podemos estar peor. Y aún faltará otro más para que un nuevo ejecutivo pueda ponerse a trabajar.
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