En el siglo XVII María de Medici, viuda de Enrique IV, regente de Francia y madre de Luis XIII mandó construir el Palacio de Luxemburgo, y para cubrir sus pasillos y salones encargó a Rubens veinticuatro cuadros alegóricos sobre su vida. Las pinturas hoy están en el museo del Louvre, y el inmueble es sede del Senado francés.
En una de sus saletas cené una noche con Marc Fumaroli, deslumbrante personaje que salió de este mundo ayer, día de San Juan. Frente a nuestra mesa y a la derecha del alto ventanal, sobre el muro lucía grabada una arenga de Napoleón a sus soldados. No recuerdo si en la campaña africana, en todo caso sí aquella retórica, brillante y sólida como el bronce. Así se lo comenté a mi compañero de mesa, que, raudo, alanceó la figura del emperador.
El académico Fumaroli, catedrático de la Sorbona, profesor del Collège de France, doctor por los centros más renombrados de la academia occidental, acababa de editar y prologar las Memorias de Ultratumba de Chateaubriand que por entonces yo leía . Más de 2.700 páginas escritas durante cuarenta años, en las que Napoleón, el militar emborrachado de sangre, un déspota incapaz de respetar la Historia porque él quiere ser su hacedor, es fustigado sin piedad.
Fumaroli comentaba la Vida de Napoleón que Chateaubriand incluyó como capítulos dentro de sus Memorias de Ultratumba, algo tan insólito, decía, como que en el centro de la Mezquita de Córdoba el emperador Carlos V mandara edificar una espectacular catedral plateresca.
Era un hombre de todos los tiempos. Apasionado historiador de los siglos pre revolucionarios de Francia, vivía la actualidad con una mezcla de estupor y desprecio que proclamaba en sus opiniones sobre la banalización de la cultura, cuestión sobre la que poco después también se ocupó Mario Vargas-Llosa.
Criticó sin remilgos el papel que vienen cumpliendo los ministerios de Cultura desde que De Gaulle encomendó el primero a Malraux. El Estado no puede atribuirse el papel de guía cultural y mucho menos definir lo que es de buen gusto, decía.
Era un hombre de gusto acrisolado por la vivencia de la historia cultural europea. Por ello hablaba con inusitado desprecio del llamado arte contemporáneo que calificaba como de un entretenimiento para millonarios, capaces de pagar por una sopa Campbell de Warhol tanto como por un Tiziano.
Le gustaba sorprender con sus juicios y llevar la contraria. No soy lo que llaman un reaccionario, decía con ironía; reacciono porque pienso que la historia no tiene un sentido al que haya que rendir pleitesía. Me interesan los que van contra corriente, como ustedes hicieron hace unos años para dejar atrás aquel franquismo ridículo. Aquí en Paris vivimos un tiempo en el que buena parte de la intelectualidad marchaba en el sentido de la historia, sentido que marcaban desde Moscú. Sartre y tantos beneficiados por el colaboracionismo de otros…
Tenía la sensación de estar conversando con el propio autor de las Memorias de Ultratumba que alertaba ante la pasión por la igualdad: la uniformización comporta la destrucción de todo lo que la antigüedad, el cristianismo y el Renacimiento han inventado para construir un hombre libre, escribió Chateaubriand.
Fue una cena inolvidable, para mí, con un patriota: “no se puede privar a un pueblo de la convicción de haber contribuido de manera fecunda a la cultura de la humanidad”. Francés, naturalmente.
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