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Blogs Madre no hay más que una por Gema Lendoiro

La intolerable intolerancia en alguna universidad pública española

Gema Lendoiro el

 

 

 

 

 

 

 

 

Hace muchos años ya que terminé la universidad. Concretamente, diecinueve. A pesar del tiempo transcurrido desde entonces, permanecen en mi memoria intactos los recuerdos de aquella época ciertamente tan feliz como prometedora. Fue en Pamplona, en la Universidad de Navarra, donde tuve la suerte de estudiar. Una universidad que muchos detestan porque saben que detrás de ella está el Opus Dei pero que otros olvidan ese detalle poniendo el foco en lo que importa: la excelencia académica.

Cuando aterricé en el año 93 para iniciar la licenciatura de Historia confieso que llevaba dentro de mí unas ideas preconcebidas sobre el adoctrinamiento de lo que muchos hablan pero pocos conocen. Para mi sorpresa ( y cabreo, por qué no decirlo) pasaban los meses y ¡ahí no había nadie que quisiera adoctrinarme! En nada. Recuerdo las clases como una mezcla de lo más interesante, la historia es una carrera profundamente vocacional y para mí ir a clase era un disfrute. Escuchar a esos profesores era como asistir a charlas. Además, al siempre internacional campus de Pamplona, había que añadirle que estrenábamos plan nuevo con las asignaturas de libre configuración, lo que se traducía en la práctica con mucha mezcla de alumnado de diferentes licenciaturas y de muchas partes del mundo. Hindúes, japoneses, suecos, colombianos, sudafricanos, estadounidenses, mucho mexicano…recuerdo mis años de universidad como una amalgama típica de cualquier sesión de la ONU…más que de una facultad, o al menos no de la facultad que tenía yo en mente. Servidora, que es de provincias, encontró una vía muy interesante de explorar otros mundos, hasta entonces, inéditos.

 

Además de todo eso,  éramos muchos alumnos con tendencias políticas muy dispares, incluidos, por supuesto y teniendo en cuenta que estábamos en Navarra, los de tendencia abertzale. Recuerdo que al llegar a clase había, antes de la llegada del profesor de turno, intercambio de periódicos: tú me dejas el Egin y yo a ti el ABC  o el que fuera nacional. No había dinero para comprar varios pero sí había mucho interés por leerlos. Todos.

 

 

 

 

 

 

 

 

Ahora que rememoro y lo pienso, discutíamos muchísimo de todo. Política, filosofía, historia…y en todas partes: en clase, en el Faustino (así se llamaba y se llama el bar del edificio central), en el los jardines de la facultad. Todas era tan apasionado como carente de conocimiento: ¡éramos muy jóvenes! Eso sí, nos teníamos respeto. Esos insultos tan en boga ahora de rojo, facha…no salían por ahí. Fue en el campus navarro donde se me empezaron a caer los mitos de pensamiento único. Fue un día en misa (entre semana) y me encontré comulgando un compañero abertzale con flequillo imposible y aro en la oreja. Primer mito al suelo: no solo comulgan los votantes del PP. Craso error aquel que nos conduce a dar por hecho todo.

Teníamos un profesor, Don Jesús Longares, catedrático de historia por la Universidad de Zaragoza, que nos daba clase de historia del pensamiento político. Y ahí sí que eran apasionantes las discusiones. Un profesor como tiene que ser, que escucha e interpreta el pensamiento del alumno sin coartarlo ni ridiculizarlo. Supongo que más de una vez tuvo que contener la risa escuchando cómo imaginábamos en clase el mundo ideal. Porque en esas clases, donde veíamos el pensamiento marxista, por ejemplo, por supuesto teníamos todos las soluciones para un mundo mejor. Supongo que forma parte de tener veinte años saber cómo tiene que funcionar el mundo.

Después de 4 años donde aprendes a convivir con todo tipo de pensamiento, culturas y religión, el abanico mental se amplía. Jamás vi síntoma ninguno de adoctrinamiento en esa universidad a la que cuando decías que acudías, no faltaba siempre el ignorante que te cascaba la pregunta: ¿y no te comen mucho el coco? Era una Universidad como tiene que ser; un espacio de saber y conocimiento al que acudías para aprender.

 

 

 

 

 

 

 

 

Había una norma no escrita que todos los alumnos, españoles y de fuera de España, católicos, judíos, musulmanes, ateos, abertzales, españolistas, de Cuenca, de Jerez (que había unos cuantos) era el respeto por la institución. Las normas eran pocas pero muy claras. Y todas, absolutamente todas, pasaban por la búsqueda de la mejor convivencia posible. No me puedo ni imaginar un solo ataque, por pequeño que fuese, a ningún acto organizado por la Universidad.

Juego aparte eran las calles de Pamplona. Más en aquellos años en los que ETA era todavía una realidad y muchos días desayunábamos con nuevos tiros en la nuca. Recuerdo que cuando eso pasaba, nuestros compañeros de clase, aquellos con los que discutíamos sobre la independencia pero delante de una birra, miraban hacia el suelo avergonzados. Ellos defendían sus ideas desde la paz. Me consta. Mientras escribo dibujo en mi mente con claridad cómo nos miramos en silencio todos y sin decir nada la mañana siguiente al asesinato de Gregorio Ordóñez. También, ya en San Fermín, cómo se quedaron mudos cuando secuestraron a Miguel Ángel Blanco para luego asesinarlo. Haber vivido aquellos años tan duros con tantos compañeros que defendían otras ideas diferentes a las mías en su concepción de Estado pero siempre desde la paz, reconozco que me abrió mucho la mente. Lo agradezco.

 

 

 

 

 

 

 

 

Todo esto lo cuento porque mi concepción de una universidad tiene que ver, lógicamente, con mi experiencia. Y esta pasa por la diversidad cultural y el mestizaje pero sobre todo por el respeto. Cuando leo hoy que en la Universidad Autónoma de Madrid unos estudiantes han boicoteado un acto de un conferenciante única y exclusivamente porque es judío, siento vergüenza ajena, sonrojo. Es legítimo tener una concepción de que el Estado de Israel es el malo en la película frente Palestina.  Cada uno puede pensar como quiera y debe tener garantías de poder expresarlo e incluso discutirlo. Ahora bien, lo que no puede ser permitido bajo ningún concepto son las agresiones, muchísimo menos en un espacio de saber como es la universidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llueve sobre mojado. Este campus es el mismo que vivió la entrada con las tetas al aire de Rita Maestre y más personas en la capilla al grito de ¡Arderéis como en el 36!, ¡Vamos a quemar la conferencia espiscopal!, ¡Menos rosarios y más bolas chinas! (¡como si fuesen incompatibles! que se confunden ser creyente con ser monja) y ¡quitad vuestros rosarios de nuestros ovarios! (como si rezar el rosario fuese una imposición por decreto ley) Es la misma universidad que ha dado la bienvenida a alguien como Otegui, condenado por la Audiencia Nacional no por cómo piensa sino por pertenencia a banda armada. Si este es el nivel que ha alcanzado la universidad pública que todos sostenemos con nuestros impuestos, yo me rebelo. Sí, lo hago porque de ninguna manera una idea puede prevalecer sobre la otra en un espacio pagado con los impuestos de todos. Muchísimo menos se puede hacer apología del terrorismo. La Complutense y la Autónoma, hace ya tiempo que se han convertido en un lugar de adoctrinamiento a todas luces intolerable en una democracia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Qué tipo de universitario llega a la conclusión de que tiene derecho a boicotear un acto por la fuerza? Aquél que es un intolerante y además agresivo. No hay otra explicación. Pero si lo que hacen esos alumnos está mal, peor está que se les consienta y eso viene de arriba, de la propia universidad. No se entienden varias cosas: que no fuesen parados por la policía nacional, que exista esa intolerancia en las universidades públicas y que sean permitidas y, en muchos casos, alentadas desde el profesorado. Vergonzoso.

Que cada uno piense como quiera, la diversidad de pensamiento enriquece. Que cada uno exprese lo que siente, la libertad de expresión engrandece a las sociedades y demuestra madurez intelectual. Pero sin agresiones, sin interrumpir actos que no comulgan con tus ideas. La universidad pública no puede ser el germen de un estercolero de venganza y odio, debe y tiene que ser el ágora sagrado de las ideas, de todas, defendidas desde el diálogo, no desde las agresiones. ¿De qué sirve que hablemos de tolerancia si luego la universidad pública no la respeta? ¿Esta es la educación pública que defendemos?

 

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