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Blogs Madre no hay más que una por Gema Lendoiro

Cuestión de pasta

Gema Lendoiro el

Llegué a Madrid en el año 1999. Venía para hacer dos meses de prácticas del máster de periodismo en una radio nacional por las noches. Hacía lo boletines. Ya saben, la cantinela, “son las tres de la mañana, las dos en Canarias” . En principio llegué para quedarme Junio y Julio y luego ya se vería. Y lo que se vio fue que sigo en esta ciudad.

En estos quince años habré usado la sanidad pública para mí cuatro o cinco veces. Y desde que soy madre, varias veces en mis hijas y para las revisiones y vacunas. Bastante pasé con el ingreso de la primera al nacer como para que, además, me tocara estar constantemente de médicos. En eso fui afortunada. Siempre he tenido el mismo centro de salud. Porque sigo empadronada en el mismo sitio donde viví los trece primeros años. Sí, lo sé, tengo que cambiarme. Pero soy perezosa y, además, es que ese centro de salud es maravilloso. Llamas, siempre te cogen el teléfono, te dan cita ese mismo día, llegas y, como mucho, te toca esperar veinte minutos. Es grande, limpio, con grandes ventanales, luminoso por lo tanto, con jardines en el interior (es el de Mirasierra). Una pasada. Por eso, cada vez que alguien echa pestes de la sanidad pública madrileña yo siempre salgo en su defensa. Inocente de mí. Bueno, inocente o no querer abrir los ojos a lo que otros me contaban. Porque en mi comodidad tampoco quería escucharlo. Hasta que me he topado de bruces con ella.

Hace dos días la persona que trabaja en mi casa cuidando a mis hijas me dijo que se sentía mal. Le toqué la frente y parecía tener fiebre. Le puse el termómetro y tenía casi 39. Me dijo que le dolía la garganta y el oído. Así que decidí que en ese mismo momento la llevaría a su centro de salud para que la viese su médico de cabecera. Eran las 4 de la tarde y, basada en mi (afortunada) experiencia pensé para mí: Llamamos, nos dan cita. Si no nos la dan, vamos por urgencias y en una hora, hora y media como mucho, estamos de vuelta. Yo tenía, además, que entregar unos textos de trabajo esa misma tarde de manera ineludible.

Primera sorpresa: en el centro de salud que a ella le corresponde (Reina Victoria, 21, en  Cuatro Caminos) no cogen el teléfono. Luego entendí por qué. Así que la operadora del call center a donde se desvían las llamadas de los centros de salud, me dijo que fuese igualmente porque por urgencias te tienen que atender. Y una adulta con fiebre yo creo que es una urgencia. Sobre todo porque me dijo que le dolía mucho el oído y a mí esas cosas me asustan bastante.

Así que nos fuimos las cuatro, ella, yo y las niñas. Segunda sorpresa. Para que te atiendan en el mostrador de la entrada (no llevábamos cita) tuvimos que esperar exactamente 50 minutos. La persona que trabaja en mi casa es extranjera pero tiene permiso de residencia, trabajo y, por lo tanto de recibir seguridad social (que se la pago yo) Digo esto porque delante de mí pude ver cómo se atiende a quienes no la tienen. O mejor dicho, como no se atiende a quienes no la tienen. Como si ciudadanos de segunda se tratase. Tragué saliva viendo esas caras de impotencia. Lo sé, lo sé, no podemos soportar tanto gasto. ¿Seguro? ¿Menos coches oficiales, quizás? ¿Menos renovaciones de IPAD en el congreso, a lo mejor? ¿Menos mariscadas los de los sindicatos? ¿Menos cara duras usando los fondos públicos en lo que no deben? Sí, ya sé, estoy siendo demagógica. Puede ser. Pero no me gusta ver cómo un ser humano como yo no es atendido en su dolor. En su miseria. Porque eso es miseria, no tener atención médica básica.

Por fin nos atendieron y nos remitieron a una consulta donde tuvimos que esperar. No les quiero contar el numerito con las dos niñas cansadas, hartas y llorando cada dos por tres por estar ahí metidas. Un lugar apenas ventilado y llenísimo de gente. Por eso no cogen el teléfono. Es que no dan a basto. Por supuesto, al no tener cita, tuvimos que esperar hasta el final. Exactamente hasta las 20.30. Justo la hora en la que mis hijas se suelen acostar así que calculen el grado de desesperación que tenían, especialmente Mofletes Prietos que no perdona la cena y que su madre, pensando como una happy idiot, pensó que ir al centro de salud era cuestión de hora y media.

Cuando por fin nos atendieron vino lo peor. Lo peor porque lo que le pasaba a mi querida señorita L es que no tenía un simple catarro o una infección. Es que le dolía el oído porque ¡tenía el tímpano perforado! Ni más ni menos. La verdad es que el médico de cabecera me puso el peor de los escenarios. “Lo primero es que venga y pida cita con su médico de cabecera para que la vea y la derive a un otorrino. Pero que no lo demore porque esto puede tener consecuencias más o menos graves. Y, seguramente, habrá que operarla”, me soltó a bocajarro. Me temblaban las piernas. L trabaja en mi casa desde hace casi tres años y mi cariño por ella es más que sincero y profundo. Me asusté. Afortunadamente para ella apenas entiende español así que se enteró de la mitad de la mitad de lo que el médico me contaba. Lo que yo le traduje fue bastante más tranquilizador, sobre todo hasta no tener la opinión de un especialista. ¿Qué ganaba diciéndole esa mala noticia sin saber exactamente qué iba a pasar?

Bajamos de nuevo al mostrador y pedimos cita con su médico de cabecera. Esta vez, como ya eran las 21.00 no había cola. Nos la dieron para el día siguiente. El médico nos advirtió que podían atenderla entre unas tres semanas o tres meses. Demasiado tiempo si hay infección, pensé para mí. De vuelta a casa empecé a darle vueltas al asunto y cómo solucionarlo por la vía rápida, es decir, llevándola sin demora a un otorrino privado. Por lo menos quería saber la opinión de un especialista.  No estaba dispuesta a que eso fuese a más. Me venían a la cabeza las palabras del médico: Puede derivar en una sepsis generalizada. Mientras me paré en la farmacia para comprar antibióticos para ella (con receta 30 euros que ya les vale) empecé a hacer llamadas a la gente que conozco y que es médico. Aunque ninguna de mis amigas médico es otorrino.

Al día siguiente había conseguido una visita a uno a las 13.30 gracias a la intervención de una amiga (¡gracias Carol!) a una otorrino privado y, además, sin pagar. Lo hubiera pagado igualmente. No me sobra el dinero, les aseguro que no, pero cien euros para una urgencia como esa los tengo. Pero no tuve que hacerlo. A veces existe la gente que hace las cosas porque sí. Porque les da la gana. Y lo que un Estado no te da, te lo ofrece un ser humano. La vio la especialista y el diagnóstico fue mucho más tranquilizador. Seguir tomando el antibiótico y esperar 3 semanas a ver qué pasa. Prohibido que entre agua y volver trascurrido ese tiempo.

No ha vuelto a tener fiebre, ya no le duele (han pasado ya casi 48 horas) y estamos mucho más tranquilos. Pero porque pudimos hacerlo. Mi tristeza es comprobar con impotencia que esto no es así para todo el mundo. Yo tengo recursos (no me refiero a los económicos) y puedo llamar a gente que conozco, pedir el favor, pero no todo el mundo tiene eso a su alcance. ¿Qué pasa si esto le pasa a un inmigrante de los que estaban el otro día en el mostrador sin derecho a ser atendido? Además del dolor que debe suponer tener un tímpano roto, si eso no se cura va a más. ¿Acaso tiene una persona que duerme en un albergue 50 euros para tomarse un antibiótico que le dura 5 días cuando tiene que tomarlo durante 10? Porque si no lo atienden, no hay receta médica. Si no hay receta médica tampoco hay antibiótico. ¿Qué hacemos? Sí, claro que es mucho más grave una persona que acaba de ser atropellada y debe ser atendida pero eso no es un consuelo para quien aguanta el dolor.

Los centros de salud deberían funcionar todos igual pero no por razones obvias. Aquél que usaba yo (y que sigo usando) está en un barrio donde le 90% de su población tiene seguro médico privado. Yo lo tengo pero como es tan cómodo, para pediatría uso el público, un servicio público, añado, que también pago, claro. Además es una población joven, por lo que la medicina general tiene muchos menos pacientes y los que tiene, como digo, suelen ir por lo privado. Lo de que es más mono es, simplemente porque tiene 4 años apenas. Y está nuevo. En eso no tiene nada que ver el lugar donde está ubicado.

Por la noche nos sentamos L y yo en la cocina a charlar sobre este tema. Y le dije qué impotencia sentía al comprobar lo injusto que este mundo es y sigue siendo. Al final es cuestión de pasta. Pues qué asco. ¿No les parece? ¿Esto es lo que significan los recortes? ¡Qué mal lo estamos haciendo los ciudadanos al consentir esto!

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