Comparto con Salvador Sobral tres cosas, que me gusta el jazz, que me encanta Chet Baker… y que odiaba Eurovisión. Por esa interminable sucesión de malísimas canciones exactamente iguales, coreografías espantosas, estética vulgar y obsesión por el inglés, incluso de países con idiomas universales como el nuestro.
Por eso me asombré hace dos meses, cuando descubrí que Portugal concursaba con una bellísima canción y con un músico de enorme calidad, completamente fuera de los cánones dominantes de Eurovisión. Me asombre aún más, cuando leí que estaba entre los favoritos, y qué decir, al leer esta mañana que había ganado.
Lo que me lleva a recordar que no debemos generalizar con tanta ligereza sobre la “degradación de la cultura de masas” o sobre la “el triunfo de la vulgaridad”, o a sospechar sistemáticamente de los gustos mayoritarios. He aquí un espectáculo de masas y de mayorías que ha optado por la belleza, por la calidad, por la diferencia y por la ruptura. Da que pensar y que sonreír…
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