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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Filipinas: dispara primero, pregunta después

Pablo M. Díez el

Sin contar las catástrofes naturales que me ha tocado cubrir, en una semana en Manila haciendo reportajes sobre la guerra sucia contra la droga he visto más cadáveres que en toda mi vida. En ABC publicamos una serie de artículos sobre la sangrienta cruzada del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, contra el “shabú”. En tagalo, así se conoce a una potente metafentamina que, fumada sobre papel de aluminio, tiene enganchados a cuatro millones de personas, sobre todo en los barrios de chabolas que abundan en Manila, los más miserables de Asia.

El equipo de investigación de la Policía de Manila (SOCO) inspecciona el escenario de un crimen, donde un drogadicto ha sido abatido por los agentes.

Con el fin de acabar con los robos que protagonizan los drogadictos para pagarse sus dosis, Duterte ha respondido con más violencia, poniendo precio a la cabeza de los narcotraficantes y ordenando a la Policía disparar primero y preguntar después. En los dos años que lleva en el poder, han caído más de 4.400 sospechosos, una media de seis al día. Pero la cifra real podría ser mucho mayor porque hay 23.500 crímenes sin resolver, muchos de ellos cometidos por “escuadrones de la muerte” formados por policías y pistoleros al servicio del Gobierno. Así me lo confesaba hace unos días un sicario que, por obvios motivos profesionales, prefería ocultar su identidad.

Velatorio en plena calle por una víctima de la guerra contra la droga, donde los asistentes montan timbas de cartas para ayudar a pagar el funeral.

Mientras el histriónico Duterte agita la bandera del miedo y la seguridad para ganarse el voto de las clases medias y altas, los grandes narcos se libran de la caza por la corrupción reinante y el objetivo apunta a los toxicómanos y camellos de poca monta. En la violenta Filipinas, donde los guardas jurados de los bancos y centros comerciales vigilan armados con recortadas, el dinero vuelve a marcar la frontera entre la vida y la muerte.

Unas niñas corren sobre montañas de plástico en el arrabal de chabolas de Smokey Mountain.

En la infernal Manila, una gigantesca y caótica área metropolitana con más de 13 millones de habitantes, los niños de los arrabales juegan sobre montañas de basura mientras sus padres “reciclan” las sobras de los restaurantes para venderlas por unos pocos pesos a quienes son todavía más pobres que ellos. A solo unos kilómetros, los rascacielos del distrito financiero de Makati están coronados por helipuertos para el puñado de familias que controlan todos los negocios del país como si fuera una hacienda, la mayoría descendientes de colonos españoles o chinos, sus nuevos conquistadores. Y, a pesar de todas estas injusticias y desigualdades, la pobreza, el tráfico siempre atascado y la contaminación, los filipinos siguen sonriendo y disfrutando de la vida como si se fuera a acabar mañana. Porque, precisamente, eso es lo que les espera a muchos.

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