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Manolito Gafotas

Manolito Gafotas
Santiago Isla el

 

Recuerdo leer Manolito Gafotas de pequeño. Era verano, yo estaba en Mallorca, me caía el jugo del calipo sobre la triporra llena y fuera hacía un sol do carallo. El agosto de un niño en Carabanchel Alto me parecía extraterrestre: sin playa, sin arena, con un kiosko como único consuelo frente al chorreo estival de la meseta. Yo, tranquilísimo, pasaba las hojas con mis manos pegajosas. Aún distingo la curiosidad que me causaba, el padre camionero, el abuelo bailarín, la madre que le cambiaba en el vestuario de mujeres.

 

Los veranos de adulto, irónicamente, son mucho más Manolito Gafotas. Efectivamente, Madrid existe en julio y agosto, y existe además con un fervor plomizo que te aplasta contra la cama y no te deja dormir. Mi piel blanca –símbolo de mi productividad durante la semana– no tiene rastro de sal ni cloro. La gente va y viene y deja la sensación de que todo está a medias.

 

¿Qué hacer en este charco de sudor? Se echan de menos las avispas, los aspersores, la niña veloz que cruza el césped entre piñas y piñones, la madre tenaz que la persigue. Los chavales haciéndose ahogadillas en la piscina de la comunidad hasta que uno acaba llorando. Las señoras guapas en bañador completo, el padre que exhibe con aplomo su panza dura y morena.

 

También, más mayor, la promesa infinita del verano. La vida que se abría como un fruto maduro. Beber como un cosaco, que era la forma más rápida de madurar, y salir y comentar amaneceres simplemente por el placer de estar despierto. Todas esas chicas que, de alguna forma, han marcado mis veranos, ocupado mis pensamientos y dejado una huella mucho menor de lo que parecía al principio.

 

Mientras tanto, toca seguir buscándole la gracia a un lunes. Remar hacia el milagro. Encontrar la viga en la piscina ajena. Los fines de semana fuera son besitos de aliento corto. Las visitas al mar, con toda su espuma fresca, saben a poca cosa seiscientos kilómetros de vuelta. I feel like Manolito.

Vida
Santiago Isla el

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