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Entre lo sublime y lo ridículo

Entre lo sublime y lo ridículo
Santiago Isla el

 

Ciertas representaciones artísticas –que son, de forma natural, artificiosas o barrocas, no por ello menos bellas– tienden a desarrollarse en un espacio reducido, bailando sobre una línea muy fina que separa lo sublime de lo ridículo. A mí me sucede con la ópera. Quizás por manifiesta ignorancia, me cuesta distinguir la valkiria gritona de una garganta como un órgano de iglesia.

 

En la política –por ceguera general, por embarullamiento de las formas y los términos– cada vez cuesta más separar ambas. Decía Umbral que el político es “el último ser épico de la Tierra”, una épica romanticista y hermosa por la que, con una sola decisión, puede cambiarse el destino de un país. Pero igual que mucho autor romanticista, el político está entregado por completo a la construcción de su propio personaje. Un pequeño Lord Byron esperando a que le llegue la oportunidad de lanzarse al vacío y cimentar su propia épica.

 

Pasa hoy con la política que hay más don Quijotes que Sanchos: todo el mundo ve gigantes. No hay posteridad a base de molinos. Ni gloria. Son seres teatrales. Lo llevan siendo siempre. Cuando Cicerón pregunta a Catilina hasta cuándo abusará de la paciencia del Senado, está inaugurando una obra retórica de cuatro actos que acabará con la condena a muerte del primero. Cicerón es, en esos días, un intérprete en estado de gracia.

 

En el teatro, hay entre el público y los actores una barrera invisible. Se sabe que lo que se está representando es falso. Pasa igual en el escenario político. El que lo acepta, puede sentarse en su butaca y entender la obra. El que no lo acepta se asquea porque tiene razón: está asistiendo a una farsa. Ahí se rompe la tensión entre lo real y lo ficticio. Ese actor no es quien dice ser. Ni Segismundo, ni Bernarda Alba, ni Max Estrella. Es otra persona interpretando un personaje. Frente a un país entero. Balanceándose entre lo sublime y lo ridículo.

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