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Narciso ante el espejo

Narciso ante el espejo
Santiago Isla el

 

Las experiencias, si no se comparten, no han sido vividas. Este mal endémico de mi generación poco tiene que ver con la interacción social al uso: es una mezcla de narcisismo y horror vacui mal entendido. Todavía tenemos un poco de aquella pareja de adolescentes que, al momento de oír el click, borran su euforia de plastilina para volver al gesto malencarado de la edad. La transgresión, por otro lado entrañable, parece más propia del teatro experimental que de la sección de recomendados de Instagram. El momento mágico se finge para que quede constancia de lo que nunca ha sucedido.

 

Antes de seguir, me excuso: soy un hipócrita y también me saco fotitos para mis followers. Detesto los anglicismos –millennial me da urticaria– y los uso constantemente. Soy hijo de mi tiempo y como tal ejerzo, faltaría más. En defensa de mis coetáneos diré que el narcisismo y la egolatría no son cosa exclusiva de nuestra era: no en vano Napoleón arrasó media Europa por complejo de bajito. Lo que sí puede ser vicio propio es la necesidad, casi notarial, de dar testimonio absoluto de la felicidad. Por supuesto la tristeza no tiene cabida en las redes sociales.

 

Cuenta Ovidio que el pobre Narciso se enamoró de su reflejo en el río y se ahogó al querer abrazarse. Hoy el Manzanares está lleno de jovenzuelos que chapotean sacando a duras penas la jeta, sorprendidos por caer al agua tras lanzarse sobre el reflejo de otros. Este es el problema: la distancia entre nuestra realidad y nuestro reflejo –o entre la persona y el personaje– cada vez es mayor, como si por querer construir una impresión a medida hubiéramos renunciado a la verdad que la sostiene.

 

Por ello, si alguien alguna vez se encaprichó con mi reflejo, me disculpo: no soy así. Hemos perseguido sombras que alimentan nuestro deseo como un escaparate. La vida está en la calle, en los libros, en el cine, en la música y sobre todo en los demás. Lo que resta es secundario.

 

 

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