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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

El dolor

José Manuel Otero Lastres el

El dolor es un efecto, lo mismo que sentir frío o calor. Al igual que éstos, no tiene siempre la misma intensidad, ni afecta a todos por igual, pero todos estamos expuestos a sufrirlo. Sin embargo, el dolor se diferencia de ellos en su causa. Tener frío o calor es la mayoría de las veces consecuencia de la temperatura del ambiente, mientras que el dolor, físico o anímico, es producido por múltiples causas, exteriores o interiores, de la más variada naturaleza. Por eso, el frío o el calor pueden remediarse con facilidad. El dolor, sobre todo el anímico, difícilmente.

En el mundo, hay mucho dolor, tanto del cuerpo como del espíritu. Estamos rodeados de sufrimiento, aunque hacemos todo lo posible por no verlo. Desconocemos las leyes que gobiernan su reparto. Sólo sabemos que a unos les va mejor que a otros. Pero en el reparto del dolor, el “ir bien” es justo lo contrario de lo que ocurre con otras cosas, como la salud, el amor o el dinero: cuanto menos mejor. Por ello, de dolor no somos nada avariciosos, no nos afanamos en atesorarlo. Al contrario, somos sumamente desprendidos. No nos importa que lo tengan los que no son de nuestro entorno y que se lo queden enteramente para ellos. Y aun así, siempre estamos descontentos. Si hay mucho, porque hay mucho; y si hay poco, porque nos parece incluso mucho el poco que tenemos.

Vivir al margen del dolor es algo que nadie tiene asegurado. Pero en el misterioso reparto del dolor -me refiero al de cierta intensidad-hay quienes se libran de él durante una buena parte de su vida,  llegando a vivir muchos años sin caer en la cuenta de que existe. Estos apenas son conscientes del privilegio que poseen. Pero hay otros, los más, que están muy bien servidos. Porque el dolor no  anida siempre en los que no lo tienen, sino que muchas veces se posa sobre el alma de los que más lo están sufriendo. Ya lo dice el refrán: “a perro flaco todo son pulgas”. Es uno más de los misterios de la vida.

No es extraño, pues, que el hombre se haya organizado para enfrentarse al dolor, procurando no soportarlo en solitario. Por ello, hay quienes dedican una buena parte de su tiempo, ya sea profesionalmente o por otras razones, a aliviar el dolor ajeno. Cuando nos atrapa el dolor y acudimos a los que lo alivian, lo primero que se ve es que hay otros muchos que están sufriendo y que ya lo hacían antes de llegar nosotros, mientras nuestras vidas eran completamente ajenas a su dolor. Entonces caemos en la cuenta de que no ver lo que sucede, no significa que no exista. Mientras no nos toca de cerca, el dolor es como el aire: no se ve, aunque se sabe que nos envuelve. Y cuando nos alcanza, es como el humo: se ve y se hace irrespirable.

Es tan grande el desconcierto y el temor que sentimos cuando nos invade el dolor que nos postramos ante los encargados de aliviarlo como el animal salvaje herido ante su cazador. Nuestra confianza en ellos es ciega, porque está repleta de esperanza. Y el solo hecho de ponernos en sus manos, ya alivia nuestra aflicción. Pero no sólo somos destinatarios de su destreza y de su afecto. Nos convertimos también en espectadores de su entrega a los demás. No sé si los que aligeran nuestro dolor son conscientes de lo mucho que hacen por nosotros. Y no me refiero a que nos curen, que eso es lo que se espera del ejercicio profesional de su arte, sino a la paz que nos procuran al compartir una parte de nuestras congojas.

Es posible que los “mitigadores” del dolor ajeno hayan llegado a acostumbrarse a la maravillosa labor que desempeñan. Es posible también que el hecho de vivir a diario la rutina del dolor ajeno les impida saborear intensamente el agradecimiento de los afectados. Pero aunque así fuera, que no lo sé, no debe importarnos, porque para nosotros lo relevante es el bien que nos producen y no el grado de satisfacción personal que encuentran en el desempeño de su labor. Aunque pienso que ha de ser muy grande, como ocurre en toda ocupación vocacional.

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