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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

La vida es circular, pero no eterna

José Manuel Otero Lastres el

En una reciente visita a España, un amigo mejicano, José Luis Caballero, me regaló un libro editado por la FIFA que se titula “La Pelota” y al ojearlo hallé el siguiente pensamiento de Aristóteles “lo que es eterno es circular y lo circular es eterno”. Y algo de eso hay porque si uno consulta el diccionario de la RAE comprueba que la tercera acepción de la palabra “circular” es: “Dicho de un proceso: Que parece no tener fin porque acaba en el punto en que empieza”.

La indicada frase de Aristóteles hizo que volviera a reflexionar sobre el hecho de si, cuando retorna al punto de partida,  la vida es circular, y que me preguntara consiguientemente si, siendo circular, la vida es eterna.

A primera vista, parece que nuestra vida está ordenada, simbólicamente, de manera circular, con un punto de partida al que se retorna a su fin, asemejándose a las fases del día y a las estaciones del año.

Y es que así como hay mañana, mediodía, tarde y noche, y primavera, verano, otoño e invierno, nuestra vida tiene también cuatro etapas: infancia, juventud, adultez, y senectud, que, al igual que éstas, también transcurren sin solución de continuidad, porque el abandono de una coincide exactamente con el ingreso en la siguiente. Son, además, etapas permanentes e inmutables, porque desde que existe el hombre siempre hay personas, aunque distintas cada vez, comprendidas en esas distintas franjas de edad.

Creo que no sería una imagen muy desacertada decir que la infancia es como la mañana y los primeros días de la primavera, momentos de iniciación y crecimiento, que representan el comienzo del desarrollo físico y de la adquisición de consciencia intelectual La juventud, que empieza en la pubertad y se extiende hasta los comienzos de la edad adulta, como el mediodía y el verano, la época de la suficiencia vital. Estamos tan llenos de fuerza, de energía, que derrochamos vitalidad física y sentimental. La adultez, a la que se llega cuando el cuerpo alcanza su completo desarrollo pero ya inicia su imperceptible declive, como la tarde y el comienzo del otoño, la edad en la que maduran las cualidades que hemos ido cultivando y fructifican los esfuerzos desplegados hasta entonces. El último período de nuestra vida, la senectud, es la entrada en el anochecer camino del invierno, y podría calificarse como la edad de las lamentaciones. En ella, uno empieza a quejarse de todo: de los achaques, de la insensatez de la juventud, de las ocasiones perdidas, del tiempo que se dejó pasar. Es la época en la que nos nutrimos intelectualmente de mayor intransigencia.

El paso por cada una de estas etapas va transformando imparablemente presente en pasado y, según la ley natural, cada vez es menos el tiempo que queda por vivir. Por eso, si bien se soporta más o menos bien el tránsito desde la infancia hasta la senectud, se sobrelleva bastante mal el tiempo que nos queda desde que se entra en esta etapa.

Pues bien, cuando en la senectud se hace imprescindible la ayuda ajena para seguir viviendo -lo que cada vez es más frecuente porque la prolongación de la vida- hay una especie de regreso a la niñez, pero no para empezar de nuevo, sino como última etapa: lo próximo en venir no será un nuevo mediodía ni un nuevo estío, sino el adiós a la vida que supondrá el cierre definitivo del círculo. Por eso, se puede afirmar  que, aunque sea circular, la vida no es eterna, porque nadie ha acreditado indubitadamente que nuestro cuerpo vuelve al punto de partida para empezar una historia interminable.

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