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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

Hasta los pobres no deben serlo tanto

José Manuel Otero Lastres el

 

Los pobres callejeros son como las manchas en la ropa clara, siempre atraen la atención. Tal vez porque se nota perfectamente que lo son, no suelen pasarnos inadvertidos. Aunque a lo mejor no es algo generalizado, sino que solo me sucede a mi. En cualquier caso, sin que pueda explicar muy bien la razón los que mendigan limosna por la calle no me dejan indiferente.

En la zona de Madrid en la que trabajo, no hay muchos pordioseros y los que se dedican allí a la mendicidad proceden en su gran mayoría de los Balcanes. La gente que pasa junto a ellos no suele darles nada a pesar de las súplicas trágicas que recitan a toda velocidad en un castellano que denota su procedencia extranjera. Desconozco la razón por la que reciben pocas limosnas, pero no me extrañaría que se debiese a que está bastante extendida la opinión de que tales mendigos están controlados por mafias que se quedan con buena parte de lo que recaudan.

Sería equivocado deducir de lo que antecede que los españoles somos pocos generosos. Y ello, porque en más de una ocasión he visto como se les acercaban algunas personas que les llevaban comida. En más de un caso, vi como dos señoras distintas, ambas de mediana edad, socorrían a la misma pordiosera sacando un termo de su bolso y vertiendo en un vaso un líquido caliente, sin que pueda precisar, porque lo vi a cierta distancia, si era caldo limpio o leche.

Pero hoy he visto en Melbourne algo que me ha dejado anonadado y, aunque sé que me creen, les prometo que no exagero ni un ápice. Cuando me dirigía en automóvil hacia el hotel, había un atasco importante y en el tiempo en que estuvimos detenidos en una de las calles principales me dio tiempo a ver íntegramente la siguiente escena. Observé que un varón de unos cuarenta años bien aseado y no mal vestido se sentaba, sacaba un cartel de su mochila en el sólo pude leer “I’am Tony…”, y seguidamente dejaba sobre el suelo delante de él un recipiente redondo para pedir limosna. Hasta aquí nada muy distinto de lo habitual, pensarán ustedes con razón. Lo sorprendente fue que cuando estábamos a su misma altura vi que metía la mano en el bolsillo de su gabán, extraía un teléfono móvil, y atendía tranquilamente la que debía ser una llamada entrante.

Créanme si les digo que no pensaba escribir nada sobre mi estancia en Australia, pero la anécdota del pobre con el móvil me movió a contarles que visto lo visto tengo la impresión de que en este rico y por ahora próspero país hasta los pobres no deben serlo tanto.

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